Reflexiono sobre los Héroes: ¿nacen o se hacen?...
Ojos cerrados. Domingo. Estoy solo. Una penumbra apestosa a tabaco y heroína, una
Gibson Les-Paul, el viejo Waldorf de San Francisco. Mike Bloomfield empeñado en
demostrar que el cielo llora. No le creo. Razones: primera, la luz del Atlántico inunda el
minúsculo apartamento aun a pesar de que acabemos de estrenar diciembre. Segunda,
fundamental, esto es Maia: al norte del Gran Oporto. Bendito sofá. Acaricio la patricia cabeza
alsaciana de Dax. Almorzaremos sin prisa cuando consiga vencer tanta pereza. Unos nudillos
golpean de pronto la puerta. ¿Quién coño será? Puto portal, ¿estará abierto? El perro no ladra.
Me mira con ternura. Su mensaje: «Vamos, Paulo, levántate y abre. Te agradará la visita».
Obedezco. Tardo poco en atravesar la pieza; ni siquiera tengo ocasión de bajar el volumen del
estéreo. Abro. Lo primero que veo es un inmenso paquete con el logo de la pastelería más
prohibitiva del centro. Anillos. Unas manos de mujer lo sujetan casi a la altura de mis ojos.
Cuando por fin se despeja el panorama, aparece la cara sonriente de... ¿Mónica? Sí,
MÓNICA.
-Pero, tú... ¿qué haces aquí? ¿Y esto? -Me refiero a los dulces- ¿Por qué te has
molestado? No hacía falta...
Lo digo avergonzado. Después me pierdo en la ridícula bruma del pasado, del pasado de
hace apenas tres días. Travelling. Me observo regresando del solar que media entre la cercana
estación de metro y el cementerio. Sujeto a Dax con la correa. Él trata de arrebatarme el
grueso madero que nos sirve para jugar. Junto al acceso al doble andén, cerca del primer cruce
de calles, distingo cuatro muchachos. Todos morenos, con pinta extranjera, jóvenes y bien
vestidos. Uno de ellos se mueve. Surge una muchacha rubia en medio de la piña. Detecto el
miedo en sus ojos claros. Incluso intuyo un cierto temblor en su cuerpo frágil. A todo lo largo
de la acera, en paralelo a los raíles que se dirigen hacia la estación de Pessoa y el proyecto "Parque Industrial", no se ve un alma. Son las ocho. Noche cerrada. Avanzo (supuestamente
distraído). Al llegar junto a ella se cuelga de mi hombro sin contemplaciones. Con un grito me
suplica: Ayúdame. La abrazo. Logro separarla del grupo y noto los primeros síntomas de
tensión. El cabecilla tiene apenas veinte años. Es el más alto, quizás el más curtido por la
vida. Me insulta. Me pide explicaciones. Los demás lo secundan y forman un arco para
rodearnos. Pero un segundo más tarde estamos en el portal. ¿Cómo habremos recorrido los
ciento y pico metros de distancia? Cierro con llave. Los tres jadeamos. Feedback: Dax
triturando el brazo del joven líder; la piel del cráneo de uno de sus acólitos revienta bajo
nuestro garrote; mi pie impacta contra el pecho de otro, que no encuentra asidero y cae al
suelo incrédulo; el cuarto joven huyendo. Nos calmamos. Acerco a la chica en mi coche. Me
cuenta que ha venido de visita al barrio. No la interrumpo: necesita hablar y yo escuchar. Me
invita a subir a su domicilio en la parte antigua de Oporto, muy cerca de la Torre de los
Clérigos. Pretende que conozca a sus padres. Comienzo a agobiarme. Ni estoy acostumbrado
a ejercer de salvavidas ni a tales agasajos. Declino con educación y me despido con una
sugerencia: Pon una denuncia; si quieres te acompaño a la comisaría. Dice que lo pensará.
Por fin su nombre: MÓNICA. Después, el barrio despejado.
Transcurren dos, casi tres, días de rutina. El sol de otoño y el solo de Bloomfield. Luego
la puerta. Y mis reflexiones interrumpidas por una visita inesperada que, efectivamente, me
agrada. Gracias, Dax. Mónica se queda a almorzar. «Trátala bien, Paulo: ahora es nuestra
amiga y quizás...».
Reanudo mentalmente el viejo discurso metafísico: HÉROES, ¿NACEN O SE
HACEN?...
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