A Biel le gustan los relojes. Cuando era un crío entraba sigilosamente y se acuclillaba junto a una banqueta en un ángulo muerto, para no estorbar, en el taller donde un relojero elaboraba los relojes más fascinantes del mundo. El taller del maestro relojero estaba a dos calles de la casa de Biel. Mientras la madre de Biel se despistaba durante dos minutos y volvía en sí, él ya corría como un desposeído por las calles en dirección al taller. Biel se hizo grande y con sus primeros sueldos se compró un reloj de muñeca. Un lujo de reloj que no estaba a su alcance, para ello estuvo ahorrando durante meses hasta conseguir todo el dinero. Aprendió con ello el esfuerzo de lo que vale conseguir un tesoro, lo aprendió como durante su infancia en el taller del relojero había aprendido como con mucha paciencia, disciplina, destreza y silencio se pueden convertir piezas sueltas en una filigrana. A Biel le fueron bien las cosas y con los años sin darse cuenta se convirtió en un gran coleccionista de relojes y de historias, pues cada reloj guardaba con él una historia, un recuerdo de cómo, por qué, para qué o en qué circunstancia lo había adquirido. Biel encanecía y sus relojes al unísono marcaban el tiempo de su vida, todas las penas y las alegrías, todos los amores y los desamores, todas las ilusiones y las desilusiones. Un día a Biel uno de sus amigos le preguntó:
—¿Si por alguna razón tuvieras que quedarte con solo uno de todos tus relojes, cuánto tiempo tardarías en decidirte?
—Un segundo —le respondió Biel.
—¿Uno? ¿Con uno tendrías bastante?
—Sí. Sé de sobras el reloj que elegiría.
—¡Vaya! —respondió el amigo de Biel, asombrado y en parte decepcionado, pensaba que su amigo, el coleccionista de relojes tenía tanto apego a su colección, que la pregunta formulada le causaría un gran dilema —¿Me puedes mostrar el reloj afortunado? —preguntó el amigo con un poco de inquina por el aplomo de Biel.
—Éste —y Biel le mostró un sencillo reloj de arena.
—¡Oh! —exclamó el amigo de Biel ante la sorpresa.
—¿No te lo esperabas? —le preguntó Biel con ironía.
—No, sinceramente no.
—¿Esperabas algo más sofisticado?
—Pues sí, has dado en el clavo. No lo esperaba en absoluto.
—¿Acaso éste no te lo parece?
— ... —el amigo de Biel no supo que contestarle. Estaba perplejo.
—Amigo mío, no vas a encontrar mayor sofisticación que el tiempo atrapado en los finos granos de arena. A tu edad deberías saberlo ya —una sonrisa se dibujo en el rostro de Biel, apretó el brazo de su amigo y le dio dos palmadas en la espalda y le miró de hito a hito. La cara de su amigo era puro desconcierto.
—¿Por qué? —musitó el amigo de Biel, no sin sentir cierta vergüenza.
—Porque es el único que es infinito.