Me gusta el costumbrismo de la novela negra. Ese contexto común a la rutina de todos que envuelve al personaje. Lo cotidiano y lo intrascendente, pero que a fuerza de sumar cotidianeidades e intrascendencias se convierte en extraordinario. El personaje sale de su casa y cruza la calle, compra un paquete de tabaco, le devuelven mal el cambio pero no quiere discutir, entonces vuelve a salir a la calle y presencia un crimen o él mismo decide cometerlo. Es como si todo hubiera estado escrito en la litografía del paquete de Ducados o en la verruga del dependiente del estanco.
Me gusta, ya lo he dicho, la rutina de los personajes de novela negra. Tengo un amigo –Eliseo- que escribe historias de yonquis con letra minúscula en pequeñas libretas de cuadrícula. Pasa horas y días enteros escribiendo. Disfruta con ello, segrega jugo gástrico cuando el personaje devora un plato de macarrones. Crea tal simbiosis que sus propias necesidades orgánicas se trenzan con la trama. Cuando él tiene sed, sus personajes hacen una parada para entrar a un bareto a tomarse una Mahou. Cuando él tiene hambre, sus personajes se piden un bocadillo de calamares con mayonesa. Cada veinte páginas el personaje va a mear. Mi amigo no está de acuerdo pero cada vez que saco el tema se pone a escribir que en ese momento a su personaje lo han parado en la calle y está siendo interrogado por un madero que le pide la documentación.
Me gustan las novelas de Joaquín Llorens porque la historia es apasionante y el resultado siempre es lógico pero nunca es predecible. Me fastidia que Joaquín sea más listo que yo y que nunca pueda imaginar el final (y ya van tres). Me fastidia que Joaquín nunca me haya presentado a Beatriz, la protagonista, tan sofisticada y libidinosa. Beatriz es lo que Dante no hubiera imaginado de Beatriz, porque ella no cree en el amor profundo –salvo el que siente por su mentor, Alberto- y los hombres que la rodean –y penetran - tampoco esperan de ella amor alguno. Nadie ama lo suficiente como para interrumpir la trama, pero no es un mundo sin alma: los personajes sustituyen el amor por la ética. Incluso los malvados no lo son por frivolidad. Uno mismo puede imaginarse ser un malvado de los de las novelas de Joaquín. Debe ser difícil ser Dios si éste tiene la misma visión que él.
De Política Criminal me gusta el punto de partida y el trasfondo de toda la trama: la corrupción política y el desencanto. Este libro es el arma de un crimen porque da ideas. Como cuenta Joaquín, los leones que custodian el Congreso se esculpieron con los cañones capturados en la guerra de Africa de mil ochocientos sesenta pero “ahora alguien parecía querer que esos cañones se giraran sobre su base y dispararan al palacio” . Nadie, en la novela, tiene confianza en la clase política y, para colmo de nuestra indignación, sale un reconocible político nacional como personaje secundario cuyo tono en el móvil es el “We are the champions”, de Queen, por si a alguien le había quedado duda. A partir de ahí, de esa indignación, se desarrolla la trama, cuando una hermandad convoca a una lista de elegidos, a la fuerza, para cometer un crimen sobre un corrupto. Vamos, que ríase usted de los indignados del 15M o de los miembros de Anonymous. La ironía –amarga- es que al ejecutor le dejan elegir, o sea, que no hace falta apuntar.
Pero la cosa no queda ahí, hay una novela dentro de otra. Como sucede en las primeras novelas de Sherlock Holmes (“Estudio en escarlata” y “El signo de los cuatro”), el desenlace merece una larga explicación que se convierte en otro relato. También algunas partes del libro siguen la estructura de mensajes de messenger, que se incorpora a la rutina de los personajes. Es como una persecución en la que los personajes utilizan distintos medios de transporte lingüístico, pasando del automóvil al barco y después a la motocicleta, para no dejar de sorprender y mantenernos en vilo mientras disparan sus frases.
Ya he dicho que me gusta el costumbrismo de la novela negra. En este caso, el que los personajes desconfíen de los políticos, el que aparezca tanto promotor inmobiliario, el que la protagonista pida vino blanco Pescador o Barbadillo, el que haya tanto cuarentón en celo fuera de casa -siempre en la mesa de al lado-, el que nadie ame a nadie, el que nadie despierte acompañado después de practicar sexo, el que la cocinera sea andaluza y el personaje más ligón se llame Andrés Bilbao, el que la protagonista busque piso para mudarse, el que la protagonista vista sujetador de un solo uso y para que no le resulte efímero se monte un trío en el restaurante con su acompañante y el camarero, como si la vida necesitara de redobles para darle grandeza –nunca mejor dicho-.
En fin, me gusta este libro porque me sorprende a partir de lo cotidiano. Mete los pies en el barro, pero no deja de avanzar hasta el final. Será porque la protagonista, Beatriz, avanza con unas gotas de déclaration y se acerca a ti desde la primera página.