Sunset Park –su decimocuarta novela- nos devuelve a un Paul Auster en pleno dominio de sus facultades. A tal fin, el autor de New Jersey ha recurrido a algunas de las obsesiones que forman parte de su adn literario: la ciudad de Nueva York, con especial atención a Brooklyn y, en esta ocasión, en concreto al barrio que da título a la novela; la casuística de la liga de béisbol norteamericana y de aquellos jugadores que por razones poco previsibles contribuyeron a forjar su leyenda pese a caer en el olvido; la figura de un joven anti-héroe, un ser herido, atormentado, pero íntegro y consecuente aunque incomprendido; la eterna pugna entre la luz y la oscuridad dentro de cada uno de nosotros, reflejada esta vez a través del peso del pasado y del sentimiento de culpa; los libros, la literatura concebida como una especie valiosa quizás en peligro de extinción; el impulso creativo, el acervo cultural, sofisticado, en el buen sentido de la palabra, que atesoran la mayoría de sus personajes.
Como escritor dotado que es, Auster se permite ciertas licencias u homenajes como el que dedica al disidente chino Liu Xiaobo y el reconocimiento a la labor del PEN Club, organización que cuenta con su firme compromiso y que vela por los derechos y el bienestar de los autores en aquellos regímenes en los que la palabra escrita aún supone una amenaza y un riesgo, o el tributo a la película Los mejores años de nuestra vida, centrada en las dificultades de la vuelta a la normalidad por parte de los soldados que regresaron a casa tras la Segunda Guerra Mundial que sirve como metáfora de las dificultades que afronta el protagonista y, por ende, sus seres más próximos, a la hora de plantearse el regreso tras su larga huida.
Pero, ante todo, la clave reside en la portentosa capacidad de fabulación de Auster, esa magia que le permite seducir al lector como si éste conviniera en dejarse llevar de la mano con los ojos cerrados: los más insólitos vericuetos del azar son presentados con una naturalidad que los hace incuestionables; los personajes se erigen en seres de carne y hueso, un compendio de fortaleza y debilidad, con sus contradicciones a cuestas, a partir de meros esbozos. Todos somos a un tiempo víctimas y verdugos, sobre todo de nosotros mismos, aunque siempre acabamos por salpicar nuestras contradicciones a nuestro entorno.
A diferencia de otras ocasiones –pensemos en su novela previa, Invisible-, Auster logra mantener el pulso de la narración hasta su misma conclusión. Algo nada fácil dado lo ambicioso de sus planteamientos Y es que pese a los mejores augurios una vez la incertidumbre parece en trance de ser superada, una vez lo más difícil parece haber quedado atrás, la duda persiste. No se puede bajar la guardia porque las heridas abiertas nunca se cierran del todo, porque forman parte de nosotros, son a la vez causa y consecuencia. Al igual que les ocurre a los drogadictos, ante un ser herido las circunstancias parecen conspiran para revelar su verdadera naturaleza y nunca se puede descartar del todo una recaída. La especie humana es frágil. Nuestra natural tendencia a la arrogancia, a engañarnos a nosotros mismos, no importa lo bienintencionada que sea, hace que nunca esté de más recordárnoslo, tantas veces como sea necesario.