Tiembla con pasos felinos el agua de los charcos.
A mis pies un lecho de hojas
amarillas,
muertas,
de árboles que, dormidos por el frío, han perdido
su manta. Desvestidos de escarcha,
sus brazos alzados
petrificados al segundo de clamar,
piel de cortezas medio rotas
en el grito del gesto, esa pose eléctrica y
muda.
Todo yace en las luces ausentes de farola.
Noches muy negras sin nieve aún,
cielo pintado de salmón oscuro.
Los semáforos cambiando
de color
para nadie.
Baile lento de rascacielos
en noviembre,
con tintineos rojos, ámbar,
verdes, en el lento
avanzar de la escarcha.
Duermo noches a intervalos
frente a sus copas, ramas alborotadas, sus frentes
marchitas de árboles cercados, callados, acotados
en sus parques calados de aire
de fantasma, así,
en plena noche urbanita.
En la cabina de teléfono
un indigente en posición fetal,
duerme sus pies negros contra el cristal; las horas
que tiemblan y palidecen
y mueren sin morfina.
El timbre ausente de un teléfono roto, arrancado,
le despierta y, por un segundo, piensa,
absurdamente,
en ponerse albornoz, zapatillas y correr a descolgar.
La noche larga cruza Madrid.