Viajero impenitente, amante de la caza y la pesca, aficionado a los toros y al boxeo, Ernst Hemingway logró lo que muchos después de él intentaron: hacer de su vida una leyenda. Para la mentalidad popular, Hemingway representa, como ningún otro escritor, el escritor por antonomasia. Siempre nos lo imaginamos con un rifle en las manos, apuntando a un león o a un búfalo en medio de la llanura africana. O bien, corriendo en los sanfermines, medio borracho, junto a cuatro o cinco mozos pamplonicas. O bien, tomando mojito tras mojito en una barra, de pie junto a unos viejos pescadores cubanos. O bien, en alta mar, con el viento en la cara, dando carrete a un enorme pez vela. O bien, contemplando una faena en una barrera de Las Ventas, al lado de alguna hermosa celebridad cinematográfica.
Todo esto es, en parte, cierto, pero casi nunca pensamos en Hemingway cómo en el hombre sentado horas y horas frente a la máquina de escribir, el hombre que bregaba todos los días contra el vacío de la página. Para él, escribir era tener algo que contar, y toda su vida fue una fuga desesperada de aquel hueco central, una lucha contra lo que no se dice y no se puede decir, nunca. En sus peregrinajes de Kenia a Florida, de Cuba a Madrid, Hemingway es heredero de Rimbaud, no de Burton o de Marco Polo. Y al contrario que su ilustre contemporáneo, William Faulkner, que inventó el mundo entero desde una habitación y jamás sintió la necesitad de viajar, Hemingway se ahogaba, necesitaba aire libre, sabanas y mares embravecidos, escenarios donde poner a prueba su valor, safaris, cuadriláteros, trincheras. En el Prefacio a los Cuarenta y nueve cuentos, escribió:
Yendo donde hay que ir, haciendo lo que hay que hacer y viendo lo que hay que ver, uno deslustra y embota el instrumento con que escribe. Pero yo prefiero que esté doblado y deslustrado, y saber que tengo que afilarlo de nuevo y martillearlo para darle forma, y aplicarle la piedra de amolar, sabiendo que tengo algo sobre lo que escribir, a tenerlo brillante y reluciente, sin nada que decir, o afilado y pulido en el armario, sin utilizarlo.
Nacido en Oak Park, Illinois, en 1899, el joven Hemingway fue reportero del Kansas City Star, pero, al empezar la guerra, se alistó voluntario en el Ejército Italiano, en el cuerpo de ambulancias. Pronto fue herido en una pierna y, con ardor adolescente, se enamoró locamente de la enfermera que le atendía. La pasión no correspondida y el dolor de la pérdida fueron el caldo de cultivo con el que, muchos años más tarde, en 1929, daría a luz una de sus novelas más célebres: Adiós a las armas. Pero Hemingway aún no había pulido ni afilado sus herramientas de escritor. Durante una larga estadía en París, después de la guerra, conoció a otros escritores jóvenes que, como él, se habían exiliado voluntariamente y habían buscado asilo en la ciudad literaria por excelencia. En París era una fiesta, su libro póstumo de memorias parisinas, Hemingway evocó aquellos años de bohemia feliz y despreocupada, de aprendizaje en buhardillas baratas y sórdidas habitaciones de hotel, de paseos a lo largo del Sena y de tardes transcurridas en las mesas de las terrazas, junto a una libreta y una taza de café. Ezra Pound y Gertrude Stein, entre otros, animaron a Hemingway a dedicarse a la literatura, pero el joven aprendiz de escritor sentía que estaba perdiendo el tiempo, que su camino era otro.
Sin saberlo aún, Hemingway llegó a España en busca de emociones sencillas y profundas. Encontró un país a medio civilizar, casi salvaje, con costumbres bárbaras que le fascinaron, como las fiestas con animales y las corridas de toros. Hemingway estaba convencido de que uno de los grandes problemas de la narrativa tradicional era la complejidad de los mundos que describía el novelista y la incapacidad del lector por reunir en un todo coherente toda esa amalgama de sensaciones y pensamientos. El joven reportero que había marchado a la guerra para intentar describir al hombre ante la más básica y antigua de las emociones humanas (el miedo) comprendió que incluso la guerra resultaba una realidad demasiado confusa: había demasiado barro, demasiado ruido, demasiada gente y demasiada sangre. En definitiva, sucedían demasiadas cosas al mismo tiempo. En las corridas de toros, el joven Hemingway encontró una ecuación perfecta de lo que andaba buscando desde que decidió ser escritor: un hombre solo ante un animal que podía fácilmente matarlo, encerrados los dos en un escenario muy simple, casi esquemático. La misma metáfora solar que encontraría luego en sus cacerías africanas o en sus jornadas de pesca en Florida y en Cuba: la lucha ritual del hombre frente a la naturaleza salvaje.
Buena parte de la narrativa hemingwaiana gira casi siempre en torno a un solo tema, frenética, ciegamente. El miedo, la lucha del hombre contra el miedo. El miedo a morir, que es en definitiva el miedo a vivir, a no ser lo bastante hombre. Es cierto que, a su manera, Hemingway recobró para la novela el perdido territorio de la épica, pero también es verdad que, bajo el ropaje de la épica, descubrió obsesiones personales y terrores ocultos. El emblema del cazador con su rifle a cuestas, o del torero con su espada manchada de sangre, encerraba un simbolismo fálico tan marcado, tan evidente, que Hemingway decidió hacerlo explícito. En La vida corta y feliz de Francis Macomber, Wilson, el cazador profesional, asiste a la epifanía del coraje en una llanura de Kenia. Macomber, el cliente asustadizo que ha echado a correr delante de su esposa en uno de los lances de la cacería, recobra su valor, de golpe, ante un búfalo herido. El relato es una obra maestra de alusiones y sobreentendidos. Hemingway juega con la idea (tomada de Chejov e imitada después por legiones de narradores) de que un cuento es como un iceberg : lo esencial del relato tiene que permanecer sumergido. La impotencia de Macomber y la malevolencia de su esposa son sutilmente sugeridas mediante escenas en apariencia fútiles y diálogos secos y breves, típicos de Hemingway –otro de sus impagables legados al arte narrativo. Gracias a su sencillez y a su laconismo, el relato tiene la fuerza de una ceremonia primitiva, bestial, y la fatalidad irreversible de una tragedia griega.
Hemingway comienza Las nieves del Kilimanjaro, el segundo de sus grandes relatos africanos, con este párrafo impresionante:
El Kilimanjaro es una montaña cubierta de nieve, de 19.710 pies de altura, y dicen que es la más alta de África. Su nombre es, en masai, “Ngàje Ngài”, “la Casa de Dios”. Cerca de la cima se encuentra el esqueleto seco y helado de un leopardo, y nadie ha podido explicarse nunca qué estaba buscando el leopardo por aquellas alturas.
El relato cuenta la agonía de un hombre en un campamento africano. Atendido por su esposa, una mujer buena con quien se casó por su dinero, Harry se lamenta ante la estupidez de su muerte inminente: por un descuido absurdo, la gangrena ha atacado una de sus piernas y la avioneta que podría llevarlo a la civilización no llegará a tiempo. La pierna tumefacta y maloliente de Harry (una de las primeras alusiones del cuento) es el resumen de la vida malgastada de un hombre que no ha sabido amar ni vivir verdaderamente. De vez en cuando, Harry cierra los ojos en su hamaca y recuerda escenas del pasado, casi siempre violentas, escenarios de batalla donde hubiera podido morir con dignidad, en lugar de pudrirse en vida bajo el sol inmisericorde de África. Como el leopardo solitario del Kilimanjaro, Harry ha vagado toda su vida de mujer en mujer, de aventura en aventura, sin saber realmente qué le ha llevado hasta el fin. A la mañana siguiente, el piloto viene a recogerlo y Harry, martirizado por la fiebre, sube a la avioneta. Contempla la sabana interminable desde la ventanilla, la gran diáspora de los animales desde lo alto. El cielo se oscurece y, en medio de una tormenta, Harry ve
la cima cuadrada del Kilimanjaro, ancha como el mundo entero; gigantesca, alta e increíblemente blanca bajo el sol. Entonces comprendió que era allí donde iba.
Cuando ya era una celebridad mundial, Hemingway regresó a su primer oficio, el de reportero, para cubrir la Guerra Civil Española. A pesar de su fama, no era un buen periodista: muchas veces se inventaba la crónica de turno mientras pedía otro vino en Chicote o recorría sus amadas calles de Madrid. De aquellos años salió la que muchos consideran su mejor novela, Por quién doblan las campanas, cuyo título alude a un poema de Donne: “cuando oigas doblar las campanas, no preguntes por quién doblan: doblan por ti, doblan por mí”. Republicano convencido, Hemingway comprendió que la Guerra Civil Española era el principio del fin, y que la libertad que agonizaba en ese pequeño y salvaje país que había amado tanto, iba a morir pronto en todo el mundo.
También fue corresponsal en la Segunda Guerra Mundial, en Italia, de donde sacaría el material para uno de sus últimos libros, Al otro lado del río y entre los árboles –título sacado de las últimas palabras del militar sudista Thomas “Stonewall” Jackson, el brazo derecho de Lee en la Guerra Civil Americana. La novela narra la historia de un viejo general estadounidense, enfermo del corazón, que regresa a Venecia para vivir su última historia de amor junto a una jovencísima princesa italiana. El libro, publicado en 1951, fue tachado de pedante y amanerado, y muchos críticos consideraron que Hemingway estaba acabado. Sin embargo, al año siguiente publicó El viejo y el mar, una de sus obras maestras, y dos años después, en 1954, recibió el Premio Nobel.
Ninguna de esas alegrías finales le consoló del miedo a la vejez, del carácter depresivo que se iba agravando con el tiempo y del trastorno bipolar que le amenazaba cada tanto y del que no podían sacarlo ni los toros ni los vinos ni la pesca ni los libros. Vivía perdido en una suerte de gloria póstuma. Entró y salió de varios hospitales, batallando contra diversas dolencias, perseguido por la sombra de la enfermedad mental que había provocado el suicidio de su padre y de dos de sus hermanos. “Si no puedo vivir como yo quiero, la existencia es imposible” había escrito. A veces, las ansias de matarse eran desesperadas; un día su mujer lo encontró en el aparcamiento de un aeropuerto, registrando automóviles para ver si alguien se había dejado un revólver cargado en una guantera. El 2 de julio de 1961, en Ketchum, Idaho, se pegó un tiro con una escopeta. Nunca quedó claro si fue un suicidio o un accidente de caza.
Años después, el maestro de la ciencia–ficción Ray Bradbury, imaginó un relato fantástico en el que un admirador de Hemingway consigue una máquina del tiempo y viaja a Ketchum el mismo día del célebre suicidio. Ve al viejo caminando con una escopeta al hombro y logra convencerle de que entre en la máquina. Le pregunta qué día hubiera elegido para morir y Hemingway, sin dudar, replica que aquella mañana en que había estado a punto de estrellarse con una avioneta en Kenia, veinte o treinta años atrás. Entonces la máquina se eleva y Hemingway, con un suspiro de júbilo, murmura: “Estamos volando…”. Bradbury, al estilo de Chejov, no cuenta el final, pero no es difícil imaginar al fondo, inmensa, majestuosa, nimbada de nubes blancas, de sol africano y de nieves ecuatoriales, la cumbre del Kilimanjaro.