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ISSN 1989-4163

NUMERO 31 - MARZO 2012

¿Usted se Atreve a Explicar el Arte?

Alberto Rojo

La música es repetición. El tono musical es la repetición de vibraciones y el ritmo es la reiteración de pulsos a una razón cientos de veces más lenta que el tono.

El género que lleva la repetición a un extremo para algunos irritante y aburrido y para otros hipnótico y fascinante es el minimalismo. Y dentro de ese género, el músico más celebrado es Phillip Glass, que llegó a su estilo en los tiempo que tomaba clases de composición en París con Nadia Boulanger (profesora también de Astor Piazzolla). En esos tiempos, Glass trabajó transcribiendo la música de Ravi Shankar a notación occidental y de esa experiencia surge una imagen que gravitó sobre su música: mientras en Occidente dividimos el tiempo total cortándolo como si fueran rodajas de pan, en la música de la India uno toma pequeñas unidades, o pulsos, y los va encadenando hasta llegar a la extensión de la obra . Uno escucha la música de Glass y esa fórmula resulta evidente: fragmentos sonoros que van brotando de un organismo que se define a medida que crece, en lugar de ser partes que tributan a un todo orgánico, como en la composición tradicional. Quizá por eso Glass funcione tan bien en bandas sonoras - El Ilusionista, Pasaje a la India, Los sueños de Casandra, El Truman Show -, donde uno no le pide a la música que le cuente una historia sino que acompañe y complemente la secuencia.

La obra de Glass, donde la idea minimalista de repetición, y de una trama que no es trama, aparece en su máxima expresión, es Einstein en la playa (Einstein on the beach), la ópera experimental en cuatro actos que estrenó en 1976, y que compuso junto a Robert Wilson, con coreografía de Lucinda Childs.

Desde entonces, la ópera fue puesta sólo un puñado de veces pero tiene una justificada reputación de obra maestra.

La semana pasada tuve el gusto de disfrutar de una serie de eventos en los que participaron Glass, Wilson y Childs, y que culminó con tres funciones de Einstein a sala cubierta. La puesta fue en el Power Center de Ann Arbor, y es la primera vez que se muestra en EE.UU. fuera de Nueva York.

Fui a la tercera función con mi amigo Michael Gould, profesor de percusión de la Universidad de Michigan, y entré preparado a una maratón musical. La ópera dura cinco horas, sin intervalo. En una de las charlas previas, Wilson aclaró que uno puede salir cuando quiera de la sala, tomarse una cerveza y volver, y que en realidad no se perdería nada. Pero, salvo por una fugaz escapada al baño, no pude levantarme de la butaca. A Michael no le pasó lo mismo. “Voy a salir un rato”, me dijo en un momento, “estoy exhausto de contar ritmos”.

La música de Glass es una pesadilla para los músicos de orquesta , que están acostumbrados a contar compases, pero siempre dentro de una música basada en cambios y desarrollo. Mi atención en cambio estaba en los motivos musicales, que ya tienen el sello Glass de hoy, y sobre todo en la aparición de iconografías einstenianas.

Si bien la obra es una yuxtaposición de imágenes sin un hilo, aparecen imágenes de Einstein y alusiones a su ciencia.

Al principio, junto a una foto de infancia, aparecen trenes a vapor, seguramente en alusión al libro de 1920, donde el gran Albert explica la simultaneidad con rayos de luz que van de una punta a la otra de un tren. Mientras Einstein se sienta con su violín en el costado izquierdo del escenario y toca un increíble motivo que parece un algoritmo de notas que dura más media hora , aparecen suspendidos un reloj y una brújula (el espacio-tiempo, me digo). Luego un eclipse, y dos puntos de luz a cada lado del círculo negro, en alusión a la primera comprobación de la teoría de la gravitación en 1919: la gravedad curva a la luz y un planeta puede ser una lente. Al final aparecen ascensores y la explosión de la bomba nuclear. Pero en el medio hay otras imágenes, alusiones a la justicia criminal, al amor verdadero y a los supermercados con aire acondicionado.

Lo cierto es que la ópera no tiene significado, y ahí está la calve de su éxito.

Si la obra tuviera sentido no habría tenido el éxito que tuvo.
Aquí no hay nada que entender.

Si bien hay que evitar la noción de entender una obra de arte en general, es inevitable establecer una correspondencia entre lo que uno está viendo y escuchando con objetos y experiencias anteriores.
¿Pero qué pasa cuando aparece algo nuevo que no se vincula, o que se vincula poco con lo anterior? La pintura abstracta, por ejemplo, no representa nada. Una pintura figurativa puede representar un árbol, pero el árbol mismo no representa nada. Y así como el arte abstracto no reproduce lo visible sino que hace visible, la música minimalista nos invita a ver -como en las olas del mar- variaciones en lo repetitivo, a que la mente misma cree la variación, como en famoso enunciado de la literatura, que mencionó Glass en una charla previa: no es lo mismo decir “las hojas caerán en otoño” que decir “las hojas caerán en otoño”. Las palabras son las mismas, pero entre una frase y la otra el universo cambió y por ende cambió el significado.

Fuente: clarín.com

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