Aplastante domingo, un desierto que avanza, aplastante domingo desierto y un verso de Montale no suaviza las cosas en la estancia. La brisa se trueca en viento incoherente y pule, lija el ocaso de madera. El humo del cigarro abraza las cuentas del tirador del estor, rosario balanceado al compás de un remoto solo de trompeta en la cabeza. A contraluz, la imagen cotidiana, la silueta de la mujer apostada en el balcón, sombra que acaso remuga el salto conclusivo pensándose en un acapulco sin mayúscula. Desorden sostenido, inviable equilibrio, desplome de sol sobre las cornisas, democracia de luz pálida en las hojas de los plátanos aún densos, otro deceso lento del estío, lo oscuro y su pigmento de desidia, esta tarde ya sida. Los paseantes enmudecen ante la cesura del dolor, la multitud se agolpa en torno a un desenlace contaminado por los aullidos de las ambulancias, los aullidos de las ambulancias, los aullidos de las ambulancias, los aullidos insufribles y ese coche fútil de policía que ha comparecido a destiempo en escena. Dos perros desentendidos de las salpicaduras granas se husmean los sexos en el chaflán. Como si recrearan, piensas, los preliminares de la ceremonia animal que condenó a existir al ente volador.
