En un restaurante de la calle Celetná preparan una sopa estupenda. No es un plato de agua fría, ni siquiera un plato de agua caliente sino una sopa espesa y de agradable sabor a verduras con tocino.
En Praga hace frío en invierno, mucho frío, pero me gusta la sopa a pesar de la niebla. Bajo del Castillo y atravieso el puente. Odio el viento helado. Tiemblo. El agua está fría, escucho la corriente del Moldava, los muertos no tienen brazos ni piernas. No hay nadie por las calles. Escucho las campanas del Reloj de los Apóstoles: la cuchara golpea nueve veces en el plato. Falta poco, pienso en ello por distraer el frío hasta que llego a la puerta del restaurante. Mudo la piel cuando entro.
Mi amigo Hermann suele presentarse tarde, pero esta noche llega enseguida. Prefiere el chocolate, a lo sumo con una rebanada de pan con miel. Saca del bolsillo unas monedas, las cuenta y deja tres sobre la mesa. Odia la literatura francesa por caprichosa e inconsistente, también la tradición rusa. Hermann prefiere las tendencias alemanas y beberse el cacao a sorbos pequeños e iguales. Iguala cada sorbo de principio a fin porque nunca improvisa y por eso cada noche también cuenta lo mismo.
No me importa que se queje otra vez del extraño olor del gueto judío, ni del miedo que le tiene a su rabino por la influencia de éste sobre su madre. Las ratas que salieron de los cimientos con la remodelación del barrio permanecen por las calles. De la Sinagoga Vieja-Nueva cuentan historias de extraños destellos en los ladrillos que untaba con fósforo el rabino. No me gustan las leyendas cuando hacen de la verdad un lugar miserable, prefiero estos enormes tazones de sopa caliente.
Pero, aunque no me interese, Hermann sigue quejándose del olor de las casas viejas del gueto y de las ratas que suben cuando las obras rompen las alcantarillas. Después protesta del gobierno que ejerce el rabino en su vida, por encomienda de su madre, y teme que a fuerza de tanta insistencia finalmente le convenza y le haga arrepentirse de las que ahora son sus convicciones. Explica que ese temor le impide apasionarse con nada, ya que todo puede cambiarle en cualquier momento. Creo que lo mejor para él sería inventarse un callejón oscuro y habitarlo, someterse a la disciplina del Templo y compartir los secretos de su comunidad. Es complicado entender a un judío que no se entrega a sus tradiciones. Por mi parte, soplo el caldo que retiene mi cuchara: la felicidad es sencilla cuando lo único que tienes es frío y un tazón de sopa caliente.
Me duele el pie en el zapato, es cierto, pero eso a Hermann no le interesa y se rasca la pierna por debajo de la mesa mientras explica la frivolidad de la literatura francesa y también el lastre de la tradición en la literatura rusa. Lo que me gusta es la sopa, no tener que salir a la calle, quedarme junto a la ventana y pedir otro tazón de sopa caliente. Hermann advierte que me distraigo de su charla y para atraer mi atención me confiesa que sufre una pesadilla que se le repite desde niño: cuenta que de noche hay un entierro en el cementerio de Josefoz y que al acercarse ve que el cadáver es el suyo, que le entierran y delante de su lápida pegan más lápidas ocultando su nombre, que intenta gritar pero que ya no se acuerda de quién es y que eso hace que desaparezca.
-Mándalos a la mierda.
Pero él no me contesta aunque sonríe. Me gusta la sopa. Ahora llueve, observo a través de la ventana a una mujer con pañuelo en la cabeza que abraza a su hija pequeña mientras corren las dos por la calle. Parece que la desgracia los une. Le pregunto a Hermann por Valerie, eso le gusta y enciende su pipa. Fuma cuando habla de mujeres, también cuando habla de viajes o de maletas. Le gusta hablar de maletas, se identifica con ellas. Las maletas van de un sitio para otro con ropa sucia y desordenada, también Hermann viaja por la vida con todo revuelto en su corazón y en su cerebro.
Pero esta noche no ha venido a hablarme de maletas o de viajes, con la pipa encendida me cuenta que ayer vio a Valerie, pero que no la saludó porque ella iba con su madre y él llevaba puesto un abrigo viejo con el que daba imagen de judío menesteroso y avaro.
-Eres un judío de mierda.
Me sonríe también a esta segunda provocación. Valerie le gusta, puede que a ella también le atraiga mi amigo, pero él no se lo ha preguntado. El dueño de la taberna saca del bolsillo su reloj de oro y cuenta los platos de sopa que le faltan hasta el cierre. Miro con ternura hacia la percha que sostiene los abrigos y los sombreros. Esa percha junto a la puerta es un perro guardián que nos protege del frío.
En nuestra mesa hay un largo silencio. Hermann se ha ensimismado, seguro que pensando en ella. Lo que yo pienso ahora es en el frío de la calle, en que la niebla no se levanta y que tengo que volver a casa. Hermann cuenta que ha escrito algo, un nuevo capítulo de su novela, pero que su historia aún no tiene argumento definido.
-No importa, el Golem era un puñado de barro en el suelo antes de tener vida.
Pretendía animarle, pero le fastidia esa referencia a lo judío porque se siente atrapado y que no puede huir. Prefiero no decir nada más, él tampoco. De pronto entra un mendigo pero el camarero está atento y lo echa fuera. Un nuevo tronco de leña alimenta la chimenea, imagino lo que debe sufrir la carcoma en la llama. Hermann me pide algo de dinero prestado. Le ofrezco lo que tengo: nada. Sonríe. Quizá deba volver al redil judío para disponer de empleo y de una buena esposa. En todo caso, su tío Jakob seguro que le prestará dinero a cambio de añadir en su conciencia una nueva línea a la lista de actos piadosos. La historia se repite. Lo comprende, es sabido. Desvía la mirada, yo también. Disimulamos nuestra torpeza ante situaciones incómodas. Me concentro en el resto de mi sopa, se ha enfriado.
Hermann improvisa un nuevo tema y dice que la sopa es un recurso burgués para olvidar, explica que es porque en el caldo todo se admite y se diluye al hervir. Lo que se deshace forma parte del olvido. Tiene su ingenio el comentario, pero ya es tarde. Nos damos la mano, un viejo ritual antes de ponerme los guantes y el abrigo. Maldito judío que no puede evitar seguir siéndolo. Tengo frío antes de abrir la puerta.
Salgo a la calle, entro en la trinchera. El viento está helado. Ha pasado mucho tiempo pero el frío sigue siendo el mismo. Cada noche en mi turno de guardia recuerdo aquel restaurante y los diálogos que como trozos de pan duro sumergía en el caldo la cuchara.
Yo soy ahora el mendigo que quiso entrar.