Parece que un soplo extraño, de inmenso jefe de los demonios desde la azotea, se hubiera inventado y levantado para entrar en la casa. De pronto (tal vez, de meses), desaparecieron los secretos más guardados del bolso, su lencería granate, y lo de más allá de los panties, abajo, las ganas, las ocasiones, desaprovechadas, para desvestirse. No encontró su viejo cedé de Dulce Pontes; Lhasa de Sela sonó gangosa en el ipod. Esto último confirma todas las sospechas; tanto disturbio venía de afanes de Belcebú.
Consultó a las brujas. A pesar de los riesgos que conlleva (ya no están los cuerpos para que un espíritu se te meta dentro y te revuelque de trance) sacaron para ella en domingo a un alma con genio de su natural dimensión. La casa estaba bien, le contaron, no había muertos feos sentados a los pies de la cama, calvos y negros, agarrados de pena a los barrotes. Pero nunca está de más congelar el mal bajío, almibarar los pensamientos de otros, anudarse una cinta roja a la cadera como piquete que corta el paso de lenguas que hablan y lamen y entonces envenenan.
Pero algo hay en la casa. Un olor, ácido. Un viento que tira los cacharros. Un alguien que hace levitar los adornos. Siempre encuentra gusanos lapidarios dentro del chinero.
Acusó el dolor en la cadera. A la culebrina le fue saliendo una cabeza perfecta, y una cola no exenta de cascabel. “¿Qué será esto, Dios mío?” —le dijo la curandera mirándola con lágrimas desde las ojeras azules, mientras le rezaba la bicha con limón—. Una culebra perfecta, doliente, punzante. Se llevó la menstruación de la mujer. “¿Qué diablo recomendado te manda esto?”.
Cuentan las santeras consultadas de Jaén a Cuba que falta un sortilegio, que deshilvane los hilos que cose El Antiguo.
Que me retire de ese hombre, me dicen.
No quiero que me digan que así se me cura la casa —que se me caiga encima—; que se me cura el cuerpo —que se me pudra de culebras—, que regreso de las pastillas.
Díganme sólo que dejaré de soñar con él.