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ISSN 1989-4163

NUMERO 21 - MARZO 2011

Alegrías

Beatriz Rodríguez

Un otoño,  Ernestina salió de casa con el bastón y la conciencia de que no volvería nunca más. En el umbral, se giró lentamente, al compás de su maltrecha cadera y dirigió la  mirada casi ciega, traspasada por  noventa años, a su sobrina que se afanaba con las llaves:

- No te cuides tanto, querida mía, que son cuatro cachivaches…

- Si es que hay mucho maleante, tía.

- Será siempre lo que Dios quiera. ¿Para qué preocuparse?

Bajó la escalera muy despacio, mucho más despacio que nunca. Cada paso, esforzado y lento, como un salto inesperado en el tiempo, le descubría por primera y última vez que allí, en aquellos peldaños gastados, quedarían grabados los esfuerzos y las estrecheces de cincuenta años de vida. Pero también la dignidad, la honestidad y, sin lugar a dudas, la alegría que Ernestina había cultivado con dedicación.

- ¡Cómo cabe la vida en una escalera! – se dijo sorprendida.

Había vivido toda su juventud bajo techos ajenos como doncella,  paseando niños y perros por El Retiro, sirviendo mesas aristocráticas y planchando lencería de casa rica, con el único fin de “hacer un capitalito”  y vivir en paz. El esfuerzo fue en vano. Los billetes de la convulsa República, muy pronto se transformaron en papel mojado  y con ellos, las ilusiones que Ernestina había construido. La paz también se tomaría su tiempo en llegar. En su lugar, un dieciocho de julio, hizo acto de presencia el miedo. Ernestina recordaba aquella emoción como algo ajeno a su persona, como una consecuencia natural de circunstancias inescrutables y, a buen seguro transitorias. Sí, igualito que un sabañón en el crudo invierno.

Olvidó pronto los sinsabores y de aquellos años sólo recordaba la alegría de comerse el pan que algún paisano de las milicias le había regalado, de volver a respirar el aire frío de la mañana después de haber pasado la noche abrazada a los niños de la casa en los andenes del metro, de reencontrarse con el hermano querido a su vuelta del frente y de haber entregado a su señora, cuando todo hubo pasado,  la  cubertería de plata que le había custodiado como si de su propia vida se tratase, mientras la dama había huido a otro país en espera de circunstancias menos adversas para los intereses familiares.

Después de la guerra, la lealtad de Ernestina a aquella familia la libró del horror del hambre, pero no de su tristeza. La señora era rácana y el señor, aunque amable, no se inmiscuía en los asuntos domésticos, pues, a fin de cuentas, eran cosa de mujeres.

Cuando Ernestina servía la mesa, aquel caballero se dirigía a su mujer:

- Ça c’est pour la table et la cuisine, n’ est-ce pas?

Ella respondía acalorada:

- Mais non, c’est juste pour la table!

El se encogía contrariado de hombros y la discusión languidecía antes de comenzar. Sin embargo, los esfuerzos del padre de Ernestina, peón caminero, habían procurado  a la muchacha escuela y rudimentos del francés de modo que, al regresar a la cocina, podía relatar la conversación a la cocinera, feliz de que sus sencillas entendederas desvelaran tan crípticos mensajes sin que los señores se percatasen. La otra mujer se encolerizaba y en cuanto podía, sisaba azúcar y lentejas, cuya parte alícuota ofrecía a Ernestina aunque ésta siempre la  rechazaba.

- Eso no está bien, Fina… Pero llévaselo a tus niños.

Al cabo de los años  encontró a un buen hombre, a una edad en la que ya no esperaba gran cosa del amor. Se casaron, él enfermizo, inocente e infeliz; ella madura, sencilla y alegre. Vivieron apacible y trabajosamente en un par de habitaciones  de una vetusta corrala – hogar inveterado del hombrecillo-  y que un buen día decidió venirse abajo, llevándose por delante varias vidas y multitud de pobres enseres.
Ernestina volvió a nacer y aunque poco dada a beaterías, agradeció con sinceras novenas el regalo de la vida a San Nicolás de Bari. El santo, sin embargo, le deparó una sorpresa: Muy poco tiempo después, la caridad del ayuntamiento les concedía un piso humilde y soleado, rodeado de desmontes, en el extrarradio obrero de Madrid. 

Ernestina se paró en el último peldaño:

- Amelia, hija ¿has cogido los papeles de la cofradía? ¿ Y el hábito? Mira mi niña que no quiero que me enterréis sin él, que es de la Purísima.

- ¡Qué cosas tienes, tía!

- ¡Anda ésta! ¿Qué te crees? Con noventa y muchos, no hay que engañarse con lo que nos espera.

- Noventa y pocos,  no exageres.

- Mujer, toda la vida pagando a esos chupatintas para que después, el entierro no sea como debe ser.

- Tía, no pienses en semejantes cosas. Ya verás lo bien que vas a estar en la residencia. Tiene un jardín precioso…

- Jardines… ¡Qué más quisiera yo que irme de verbena a las Vistillas! No se te olvide llevarte las plantas de casa, que no se me mueran.

- No tía. En cuanto estés acomodada, te las llevaré para que las cuides tú.

- Lo que tu digas, hija. Ya sabes lo delicadas que son las alegrías.

Salieron a la calle. El sol las cegó.

- ¡Qué hermosura el sol de Madrid, Amelia! ¿Y dónde dices que está la residencia? Me gustaría que fuera Madrid. Esta es una ciudad estupenda. ¡Cómo me ha gustado siempre! ¡Cuántos años aquí y cuántos afanes! Prométeme una cosa, mi niña…

- Claro que sí, tía.

- Me entierras en Madrid, como a tu tío, dentro de esta tierra tan viva y tan alegre. Con el hábito, mi niña, no se te olvide.

El portal se cerró tras ellas.

- Amelia, querida… - Se detuvo.

- Dime tía…

- ¡Cuánta guerra te doy…! – Un temblor diferente se apoderó de su mano izquierda mientras acercaba el pañuelito bordado al lagrimal del ojo ya turbio. – No sabes como agradezco tu afán. Dios no me dio hijos, pero me hizo este regalo que tú eres. Hay madres que no reciben lo que yo recibo de ti.

Amelia abrazó a Ernestina y la anciana sintió que si la vida le hubiera ofrecido un único abrazo, habría sido éste.

- Por cierto, Amelia, ¿has cogido el hábito y los papeles de la cofradía?

- Pues claro tía…

-  ¿Te acordarás de llevarme alegrías al cementerio?

 

Alegrías

Fotografía: Alvaro Montañes

 

 

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