Sobre ella se ha escrito tanto que todo lo que añadimos huele a sobrante desde antes de apoyar el dedo en la tecla. La Gioconda, la Mona Lisa, la bella extraña de Leonardo, ha sido y es motivo de despilfarro de tinta e imaginación desde hace unos cuantos siglos. Se ha dicho de todo sobre ella: que era una vecina secretamente enamorada del artista, que era sólo una fémina imaginaria que habitaba en la humeante fantasía de Da Vinci, que era el mismo Leonardo, pero con más pelo en la cabeza y menos en la cara. Ha sido protagonista de mil y un relatos, de libros interesantes y bien documentados y de otros infumables e indigestos pero que nacieron ya marcados con la inefable suerte del tonto y se convirtieron en best-sellers para mayor gloria de la frenopatía y el mal gusto. De todo tiene que haber en la biblioteca del Señor.
Supongo que, a pesar de su merecida fama de visionario, Da Vinci jamás “visionó” que este delicioso cuadrito de poco más de 70 x 50 cm. se convertiría varios siglos después de su muerte en un icono de la cultura universal, el referente por excelencia del Arte atemporal, la diosa callada y burlona hacia cuyo santuario francés peregrinan miles de devotos cada año, quizás con el íntimo anhelo de entrever un nuevo misterio en su sonrisa púdica y vaginal, en sus manos silentes, en el torbellino vertical de sus pupilas.
A mí siempre me ha gustado, la verdad, y no sólo por lo que la historia del Arte nos descubre sobre su creación y creador, sobre sus enigmas, robos y demás accidentes sino, también, porque siendo como es representante de la Belleza absoluta, la señora Lisa Gherardini estaba, reconozcámoslo, entradita en carnes… Dado el opresivo canon de belleza raquítica que se nos ha impuesto a fuerza y a sangre en los últimos treinta años, no me negaréis que la cosa tiene su gracia. En el mundo del Arte, el ideal de la Belleza sublime está capitaneada por una dama sin cejas que, según los expertos, debía medir 1’68 y pesar 63 kilos…. ¿Cómo? ¿63? ¡Horror! La Gioconda estaba – casi tiemblo al escribirlo- ¡¡gorda!!... “Claro”, pensará alguna voraz depredadora del Cosmopolitan “seguro que mezclaba hidratos de carbono con proteínas”. Pues sí, seguro. Y seguro que no hacía pilates ni jogging ni footing ni spinning ni memuerodehambring, que es lo más barato. No, la señora de don Francesco del Giocondo no era una de esas comerrábanos que ejercen un control férreo y enfermizo sobre su consumo diario de calorías como si en ello les fuera su prestigio, su honor y hasta su vida, una de esas señoras a las que la autoinanición les ha agriado el carácter que tenemos que sufrir los y las que no disociamos la manduca y aguantamos su mal humor anémico mientras nos papeamos el filete con patatas del mediodía. Sí, la bella sobre las bellas estaba gorda, y por eso la adoro…
Pero, ay, qué poco duran las alegrías en la casa del pobre… No hace mucho, uno de esos “expertos” metiches y aguasueños que tanto abundan enarboló en todas las televisiones su teoría sobre la posible enfermedad de doña Lisa, una enfermedad de nombre impronunciable que le causó “inflamación en las mejillas, párpados y manos…” Mi gozo en un pozo. Al mismo tiempo que las voraces depredadoras del Cosmopolitan suspiraban de alivio, yo me hundía en la miseria. Doña Lisa no estaba gorda, estaba mala. De esta forma el canon opresivo de belleza raquítica salvaba el trasero. Mantenemos, pues, que es absolutamente obligatorio estar delgado, que es justo y necesario y que si la diosa leonardina no lo estaba no era porque el maestro renacentista pretendiera reivindicar un modelo de belleza inadmisible, sino porque la mala salud de la modelo no le permitía rendir el culto debido a la talla 38.
El experto metiche se quedó tan ancho, las comerrábanos siguieron pasando hambre sin un atisbo de culpa, la tierra siguió girando y el universo siguió en su sitio. Tranquilos, todo está bien.
A veces pienso que esta época nuestra con todas sus paradojas, su espiral de absurdo creciente, sus luchas innecesarias, su obsesión por lo accesorio, por la incorrecta corrección política, por lo secundario, por el continente sobre el contenido, esta época de realities, histerismos huecos y petardeo insufrible pasará a la Historia con el nombre de “La era de la Tontería”. Y todo seguirá estando bien.
Y ya me marcho, que me cierran el gimnasio.