Son las obras menores las que nos permiten medir el talento de sus autores. No estoy hablando sólo de comparar las mejores páginas de un escritor con las de sus horas más bajas y así apreciar más las primeras, sino de valorar de qué es capaz un autor incluso cuando no tiene un buen día. Sinceramente, creo que esta última novela de Amélie Nothom no está pensada en un buen día. Sin embargo, estoy dispuesta a demostrar que merece la pena leerla, como todo lo que lleva la firma de la prolífica autora belga.
Todos los lectores de Nothomb sabemos que en su narrativa conviven dos tendencias: la más autoficcional, en la que la autora recrea episodios de su vida, desde su infancia en Kobe (Metafísica de los tubos), su paso por el jerarquizado y machista mundo empresarial japonés (Estupor y temblores) o el primer amor nipón que conoció dando clases de francés en Tokio (Ni de Eva ni de Adán), por citar las tres que me parecen mejores. Al mismo tiempo, hay en su bibliografía otro tipo de novelas, alejadas de la experiencia personal y centradas en historias de todo tipo, en las que la autora demuestra su predilección por los personajes contradictorios, a menudo atormentados y su gusto por la literatura que podríamos llamar negra. Es el caso de Higiene del asesino o Antichrista.
Pues bien, este libro pertenece al segundo grupo. Hay una trama vagamente policiaca plagada de mafiosos y asesinos y un personaje al que un azar increíble lleva a vivir una existencia prestada. El protagonista, Baptiste Bordave, un hombre anodino que aborrece todo lo que le rodea, le abre la puerta a un desconocido que dice llamarse Olaf, a quien permite realizar una llamada telefónica. Pocos segundos después, el recién llegado muere allí mismo y Baptiste usurpa su personalidad: se lleva su coche, conduce hasta su mansión y se instala en ella, en compañía de la viuda del muerto, una señorita que sabe hacer de la anorexia un arte. La novela es ágil, arranca en mitad de un diálogo y atrapa al lector desde el primer párrafo. No acabamos de creernos a ninguno de sus personajes, las situaciones son rocambolescas, se cierra con algo de prisa y hay algunos interrogantes que quedan por resolver, pero no importa: el juego que despliega su autora es otro y ha conseguido que la verosimilitud ya no ocupe ningún lugar en nuestra escala de prioridades como lectores.
En realidad, la trama habla acerca de la creación de la identidad. De la mentira como sustrato, de la intangibilidad de la verdad, de la poca importancia que todo eso tiene frente a los sentimientos y también de la sinrazón del amor. Nothomb tiene un estilo muy personal, que la singulariza. Combina una narración de mínimos, donde todo se nos cuenta a retazos, con unos diálogos tan brillantes como disparatados, que encandilan, y que generan el deseo de verlos algún día subidos a un escenario. Por otra parte, a la acción sobrepone disquisiciones sobre todo tipo de asuntos, una especie de "Manual de Filosofía Nothomb" que se intercala en todas y cada una de sus novelas, y que a ratos fuerza a la reflexión y a ratos a la risa, y a menudo a ambas cosas. Un ejemplo de una de estas perlas, tomado de la página 69:
Dejé que el agua me ablandara. Me sentía feliz como un champiñón secado puesto en remojo en un caldo: recuperar mi volumen de antaño resultaba delicioso. Siempre he sentido lástima por las verduras leofilizadas: ¿a qué clase de vida se puede aspirar cuando pierdes tus contenidos líquidos? En el envase, se afirma que el producto secado conserva todas sus propiedades: si interrogamos al acartonado vegetal, sin duda su opinión discreparía bastante. ¡La imputrescibilidad, menudo aburrimiento!