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ISSN 1989-4163

NUMERO 11 - MARZO 2010

 

En Blanes con Roberto Bolaño

Diego Prado

         A principios de julio de 2002, recién llegado a Barcelona, con un firmamento geometrizado y lleno de incógnitas frente a mí, me hallaba traspasado por viejas melancolías, invadido por aquella saudade que atrapa al isleño cuando se ve alejado del mar. Era el primer verano que pasaba lejos de Menorca y los recuerdos me visitaban como fantasmas en forma de nombres, rostros, olores e inevitables ausencias. Así que tomamos el tren y fuimos un domingo a Blanes, a conjurar la nostalgia. Enseguida pensé en Roberto Bolaño, el escritor chileno que vivía refugiado allí desde hacía años. Después de todo, Bolaño también era alguien que mantenía con su país una relación complicada de amor-odio. Años después de aquel domingo leí en su libro misceláneo “Entre paréntesis” (Anagrama) el estremecedor episodio en que Bolaño –ya consagrado como escritor- contaba su regreso a Chile casi dos décadas después de haberse exiliado. Estaba convencido de que el avión que le llevaba caería. En realidad aquel temor no era otro que el miedo al regreso, a no encontrar nada de lo que había dejado, a descubrir que durante aquellos 20 años la imaginación y el recuerdo habían guardado para él un Chile que ya no existía, que quizá nunca existió. Lo comprendo muy bien, porque ese terror me asalta algunas noches, de vez en cuando, al imaginar que regreso a Menorca y que no reconozco nada de ella.

            Con Bolaño siempre me he sentido identificado, no sólo por su apuesta literaria (probablemente de las más brillantes surgidas después del boom) sino por su trayectoria vital. Bolaño estaba predestinado a ser el eterno perdedor, un hombre sin oficio, hacedor de mil empleos, asiduo a los premios literarios de segunda fila -de cuyos importes malvivía-. Durante algunos veranos trabajó de vigilante en un camping. Creo que fue al ver desde el tren esas instalaciones típicas de la costa catalana cuando realmente me acordé de él y de que vivía en Blanes. Para Bolaño la jodida suerte tenía predestinada una vida de vagabundeo y desventura, pero por una vez el talento se impuso al terco destino y el escritor se zafó del fracaso. En 1996 Seix Barral publicó el libro que le sacaría al fin del anonimato y del vía crucis de los premios de provincias: La literatura nazi en América.

            De Blanes sólo recuerdo la zona donde nos dejó el tren, residencial y tranquila, de calles peatonales con olor a crema solar. Recuerdo que lo primero que hicimos fue meternos en una pastelería. Me preguntaba cuál de aquellas casas con jardín sería la de Bolaño. Todo era indagar, seguro que cualquier lugareño le conocía. Me hubiera gustado verle, charlar con él un poco. Decían que cuando escribía se encerraba en una caseta anexa a su domicilio, solo. Yo no sabía que entonces estaba escribiendo la que sería su obra póstuma, la monumental “2666”. Es posible que aquel domingo de nubarrones -que presagiaban un verano de tormentas- el autor estuviera enfrascado en aquel trasatlántico de páginas. Salimos de la pastelería, pues, y fuimos hasta la playa y el famoso paseo marítimo de la localidad. Fue decepcionante, aquello me pareció horrible, repleto de gente, niños en bicicleta, bañistas, cemento por todas partes. Añoré como nunca, frente al mar festivo de Blanes, las aguas de Menorca. Y, islaherido, dejé de pensar en Bolaño.

            A Blanes no he vuelto nunca más y hace tiempo que las nostalgias se quedaron a vivir conmigo. Un año exacto después, en mitad de un agosto que había dejado la ciudad condal desierta, Bolaño moría de repente, a los 50 años. Apenas había podido disfrutar de su éxito. Me enteré de su fallecimiento leyendo las últimas noticias desde el móvil (no había ni un kiosco abierto). Y pensé que quizá empezó a morir el domingo aquel que estuve en Blanes y que acabó en un sonoro chaparrón. En cierta forma no me equivocaba, pues Bolaño ya estaba entonces enfermo.

            Hace poco, entrando en un ascensor del hospital, me topé con un camillero muy extraño. Le miré, asombrado. Era Bolaño, no había duda. Pensé que la vida tenía unas extrañas bromas. No era la primera vez que me encontraba a un escritor conocido en un ascensor, lo que pasa es que Bolaño estaba muerto y que yo sepa nunca trabajó en un hospital. ¿Quién era entonces aquel tipo con bata blanca? Pensaba en eso cuando llegamos a su planta. Antes de desaparecer por el pasillo se dio la vuelta, y sonrió. Y entonces me pareció escuchar algo así como “a mí tampoco me gusta Blanes en verano”. Me pareció, sí, pero no podría asegurarlo, pues para entonces la puerta del ascensor ya se había interpuesto entre nosotros. Seguramente para siempre.       

 
 

Bolaño

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