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ISSN 1989-4163

NUMERO 11 - MARZO 2010

 

Última Voluntad

Ana Pérez Cañamares

Allí estábamos todos: mis tíos, mis primos, mis padres, yo, y la abuela muriéndose. Eso nos habían dicho pero era tan difícil creerlo viéndola dormir  la siesta que la reunión había tomado un aire festivo, como de celebración sin comilona. Hasta que la abuela despertó, que le acercáramos el teléfono y las páginas amarillas, y obedientes, con cara de idiotas, se los pusimos en el regazo, temiendo que su cuerpo se quebrara bajo el peso de los dos volúmenes. Pero a quién va a llamar usté ahora, madre. Trabajosamente había marcado el número con su dedo como un hueso de pollo y por dos veces, casi dirigiéndose a nuestra incredulidad, repitió la pregunta: "Que si es ahí la Asociación de Magos". Se explicó con una lucidez y una cortesía que sólo guardaba para los extraños: "Si fuera usted tan amable de resolverme esta curiosidad que mi difunto marido y yo tuvimos durante tanto tiempo... ¿cuál es el truco que hacen cuando meten a la chica en un cajón, y luego le clavan cuchillas de parte a parte y separan el cajón en dos y aún es capaz la muchacha de  mover los dedos de los pies y mirar al público sonriendo? No, por Dios, cómo se va a enterar nadie de esto, el secreto me lo llevo a la tumba. Si yo tendría que estar ya muerta, el médico no para de decirlo, pero estaba esperando a reunir fuerzas y llamarles, tantas vueltas que le he dado al asunto, no me iba a quedar sin... así que la cogen y la... claro, por eso es que, hombre, la de tonterías que a mi marido se le ocurrieron para explicarlo... No sabe usted lo tranquila que me quedo. Muchísimas gracias también de parte de mi difunto. Hala, a seguir bien". La abuela pidió entonces que le acomodáramos los almohadones y se durmió con un sueño beatífico. El primero en reaccionar fue mi primo; se sentó en la cama y pegó la boca a su oído, mientras le daba palmaditas en la mano: "Abuela, ¿qué le ha dicho el señor ese?" Todos rodeamos la cama, yo pensando que el cabrón de mi primo era capaz de callarse en el improbable caso de que mi abuela rompiera su promesa. Y ella ajena a todo, soltando ese hilillo de respiración que se había convertido en nuestra única conexión con el tesoro. Qué puñetera, qué puñetera ha sido siempre esta mujer, mi madre por lo bajo. Con la conciencia de que el secreto se nos iba, la muerte fue entrando en la habitación con un aire más sarcástico que nunca. Cuando horas después la abuela murió, mi primo pequeño rompió a llorar sin consuelo. Nunca me he atrevido a preguntarle el motivo de su llanto.

 
 

Avedon

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