No deja de sorprenderme la fascinación colectiva despertada por Salinger una vez muerto. Y digo bien: el escritor, no su obra. Haciéndome eco de la sesuda discusión que sacude los ciberparnassos estos días, planteo la siguiente pregunta: ¿Había para tanto? Es decir, ¿es esa apoteosis proporcional al papel del escritor en una sociedad que reza a Grandes Hermanos y a futbolistas? ¿Merece tanta mitomanía su escasa literatura, tanto post bloggero y ruido letraherido? A veces una tiene la sensación de habitar en un mundo que, al vivir de espaldas a los verdaderos dioses, llamémosles metafísicos, crea nuevos ídolos de uso efímero, y lo mismo le da encontrarlos en la ceremonia de entrega de los Goyas que en los textos de riesgo de los iluminados postpoéticos.
Recuerdo la lectura de “El guardián en el centeno”, el contexto, el libro entre las manos. Con las cosas del leer nunca se sabe: quizás llegó pronto, o tarde, a destiempo. Recuerdo su escaso o nulo impacto en mi persona. Holden Caufield era un chaval poco atractivo que no tenía nada que ver conmigo. Y en la juventud temprana el efecto de la identificación resulta esencial, se trate o no de un buen libro. Por eso digo que tal vez- soy generosa- el personaje llegó a destiempo y no supo encontrarme en aquel Bilbao de furgón policial y botes de humo. Mi casa, por esos días, era la literatura de los hermanos Durrell; qué fácil era pasar de las orillas del lago Mareotis a las costas de Corfú y confundirse con aquella familia extravagante orlada de animales. No recuerdo nada de Caufield pero puedo describir a la perfección los granos de Margot, el casco del Bootle Bumtrinket o los peculiares personajes que frecuentaban la finquita. Y cómo olvidarse de los sutiles encantos de Clea y Justine, allá en la misteriosa Alejandría. Pero, volvamos al mito vacío y dejemos a los Durrell, que mis pasiones me desvían.
Cuando leí Los nueve cuentos años más tarde, si hubo cierto grado de sorpresa, de admiración por el autor de la obra. Con todo, ¿eran esos cuentos mejores que los de Cheever o Salter? (vamos a quedarnos en Norteamérica, por no cruzar las referencias), ¿Acaso no nos “tocaban” más las historias del juerguista de Hemingway? Al igual que hizo Pynchon, Salinger optó por esconderse, quién sabe si por rareza propia o por incapacidad para relacionarse con el mundo. Su silencio narrativo fue una manera de abandonarnos, y nosotros se lo compensamos creando el mito con la voz de un fantasma. En sus libros no aparecen fotos ni datos autobiográficos, no hay introducción, ni prólogo ni texto de contracubierta. Literatura a palo seco como respuesta a los excesos de Capote y Mailer, contemporáneos suyos y voluntariamente sobreexpuestos. El mundo, el demonio y la carne. ¿De verdad están ahí los enemigos? Un mito, la reducción al mínimo del ego, conjeturas. Seguramente porque todos vivimos buscando nuestros quince minutos de gloria, no podemos comprender a quienes huyen de la cámara y la entrevista, naciendo, del chasco, la peana desde la cual comenzamos a adorar al santo. Buen viaje, Salinger, y enhorabuena: por fin te has desvanecido.