El canto de gloria de los ingleses es God Save The Queen, un icono bajo el que se agrupa el Imperio británico que, si bien ya no es tal Imperio, nunca ha dejado de creer serlo, sea por el carácter de sus habitantes, sea por su condición de isla, sea porque quien domina los mares domina el comercio y, por ende, el mundo. Nostradamus profetizó que un día los ingleses dominarían el mundo durante trescientos años. Y así lo hicieron.
El gran imperio será para Inglaterra
El Pempotam de años más de trescientos:
Grandes ejércitos pasarán por mar y tierra
Los lusitanos no estarán contentos.
Bajo esta cuarteta podría McQueen escribir la historia de su propia biografía. Nacido bajo el nombre de Lee, pasó a llamarse Alexander por obra y gracia de Isabella Blow que fue, además de musa, su descubridora. Tuvo un fugaz paso por Givenchy hasta que su imaginario brillante, delirante e inglés estalló bajo su propia firma con su propio nombre.
La historia de Alexander McQueen comienza a escribirse bajo el influjo del Océano y de las románticas aventuras que se confunden en la metrópoli y la costa. Historias de piratas, de corsarios bravucones y de chicas facilonas bajo mucho maquillaje y con el corsé más estrecho que su reputación, y el Océano más amplio que sus miras. Comienza con ron, alcohol y reparto del tesoro, parches y patas de madera y perlas en el broche.
Continúa con historias de amores malditos, de fantasmas y espíritus, del Holandés Errante, de amores a pie de costa y despedidas en pañuelos de hilo. El olor a salitre se le pega en el pelo mientras su mirada se embarra entre lágrimas. Él hace de tripas corazón y embarca, madera recién pintada, el timón girando, las velas se despliegan, el espíritu se agranda... ¿volverá? Siempre quedará el anhelo del corazón y el latido ante la aventura.
Y el alma que contempla el vasto mar. Peligro, atracciones, sirenas, cánticos y antorchas, vigías, playas, marineros, princesas, mensajes en botellas, tesoros escondidos, piratas, botines, corsarios... Audacia y aventura. Leyendas... Cánticos de sirenas y aventuras dignas de otro Telémaco en busca de su Odiseo.
Y el desembarco en los peores puertos o en las mejores costas. ¿Quién sabe qué espera el destino en este viaje? Y así se construye un imperio. Y una leyenda. Y la vida, aunque nos cueste sangre sudor y lágrimas porque con esfuerzo... con esfuerzo... perseguimos la victoria. Cueste lo que cueste. Como último fin y destino.
A veces desembarcamos en costas turcas repletas de odaliscas. Y aprendemos historias como la de las delicias turcas que fueron creadas para mantener a raya el harén del jeque. El problema es que no lo fueron para mantener la línea. Historias que luego narramos y difundimos hasta que acaban apareciendo en Narnia. Otras veces nos imbuimos del baile y nos perdemos entre exhalaciones de opio.
Otras veces en India y nos toca la joya de la Corona. Especias exóticas, indianas, bellísimas indias adornadas de oro y pulseras como diosas de la destrucción y la belleza que mecen calaveras y esmeraldas de Birmania. Fruta fresca y ritos de purificación en el Ganges donde uno aprende lo que es la riqueza y la miseria, la tristeza y la alegría. Al castigo y la expiación, añade noches de calor sofocante bajo el recuerdo de la patria añorada y la tierra fértil que ahora nos cobija.
Otras veces Tierra Santa. La fe y las armas contra otra fe y otras armas. Un mismo dios bajo dos guerreros que se enfrentan con el mismo destino: el paraíso, y quizás la tierra santa se bañe en sangre roja y quizás mueran las águilas y los halcones y los marineros se enfrenten con los musulmanes. Anhelan el paraíso y van cubiertos de sangre. Sin saber que sus únicos enemigos son el odio, la ira y el fanatismo.
Y como el que vuelve a la patria tras arder Troya, el que se marcha de Ilion al sitio que le corresponde emprende su viaje de regreso. Ha aprendido mucho. Es un hombre nuevo. Se ha empapado de nuevos puntos de vista. Ha cambiado las dimensiones de su espíritu. Ha templado su ánimo y enarbolado su coraje por la victoria. Y ahora vuelve a los brazos de la madre patria. La que siempre nos quiere.
La que siempre nos ama... Y la que siempre nos espera por mucho que nos marchemos. Por mucho que huyamos y a la que siempre pertenece nuestro espíritu. Podemos amar a una mujer pero sólo a la tierra a la que pertenecemos pertenecen nuestro último suspiro y nuestro final reposo.
Polvo somos y en polvo nos convertimos. Polvo inglés. Polvo de espíritu. Polvo de nuestra alma. Que jamás se marcha. Jamás se aleja. Jamás desfallece ni mejora con el recuerdo. Es como lo recordamos. Siempre nos espera. No hay más horizonte que el que nos depara nuestro destino. No hay más amanecer que el que nos vio nacer.
No hay más noche que el amargo temor de no regresar nunca.
Y no hay nada mejor que volver por la puerta del triunfo y la victoria. Con la Atenea victoriosa, alada, maravillosa, acompañándonos. Abriéndonos las puertas de nuestro mundo. ¿Qué mundo? Eso ya no lo sé.
Porque, a veces... en vez de descansar en el Océano, lo hacemos en la laguna Estigia. Reposando bajo nuestra propia historia, ésa que no empezamos pero decidimos concluir. Sobran los porqués y nadie entiende los motivos, pero la única certeza que nos queda es la Muerte. La dama encapuchada, teñida en negro que, como diría Bergman, hace tiempo que venía siguiéndole. Aunque él no se hubiera dado cuenta. Alexander disfrutó ya de sus fresas -salvajes fresas-; ahora nos queda el resto. La nada, la esperanza o el cielo. Negra es la muerte pero blanca es la vida.