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ISSN 1989-4163

NUMERO 11 - MARZO 2010

 

Inaugural

Adán Echeverría

Tuvo que hacerse la desentendida la mañana que su esposo llegó a casa con el perro. Preparar la cena, lavar los trastes, sacar los botes de basura, cualquier acción la sumía en esos restos del matrimonio que se hundían por el fregadero hacia el drenaje. Retenía en la mente el último disgusto que su marido le ocasionara, y cómo picaba.

Él le prometió llegar temprano a casa para que ella saliera con su amiga, y esa noche se sentía hermosa para un encuentro femenino tantas veces retardado. Las horas pasaron y del esposo ni sus luces. No hay sonrisa en la espuma de los trastes, sólo fingir en este hogar a punto de irse por el fregadero, mientras la espera camina por su piel, hiriendo de a poquito.
Él decidió renunciar a su trabajo en el gobierno para crecer independiente y en menos de un año había dejado al matrimonio en quiebra. Ella pudo conseguir trabajo en el despacho de un conocido de su amiga. A esa “chingada vieja” la tengo entre ceja y ceja: la muy puta siempre presumiendo, y la mirada del esposo cruzaba la habitación para cazar los ojos de su mujer, como los murciélagos detrás de las luciérnagas: furiosos y alterados.

Era cierto que con un proyecto él alcanzaba, en un mes, el sueldo que ella conseguía al año. Pero las oportunidades no caen del cielo y su carácter no le ayuda. Horas enteras perdidas en la computadora. Para ti es fácil porque la putita de tu amiga te resolvió la vida; sólo tienes que mover el trasero y cuidar que no se te caigan las tetas. No me empujes. Pues no me mires de esa forma. La realidad no es andar quejándote mientras yo pago las cuentas, piensa la esposa mientras va separando la basura, dejándolo rumiar su enojo. ¡Y ese pinche perro!, cómo cree que lo vamos a mantener.

Los escarceos femeninos con su amiga la tenían al borde. Hacía tiempo que el orgasmo era una ilusión en casa; los resoplidos de su esposo y la falsedad de una sonrisa de parte de ella: tres minutos y a enjuagarse el semen con la regadera. Le era necesaria esa salida con la amiga, de alguna forma suponía algún inicio y, por qué no, sacudirse la rutina.

Aquella noche él no llegó hasta las dos de la mañana y la despertó para que ella pagara el taxi. Cuando entró a la casa vio la computadora (con todos sus proyectos) hecha pedazos, y la sonrisa de triunfo marcada a la perfección en el rostro de su esposa. Pero más que la computadora fue esa sonrisa la que llevó al “hombre” a perderse en la violencia que le iba abriendo las venas del cuello, raspándole los brazos como si mil murciélagos de pronto se abrieran paso por su carne, haciéndolo bramar de ira, y pudo ver reflejado su rostro de animal enfurecido dentro de los asustados ojos de su mujer quien, cabizbaja, tuvo que ceder a recogerlo todo, con el labio roto, mientras aquel se iba al patio a dormir la borrachera.

Ella no quiso hablar de divorcios ni separaciones. A la mañana siguiente se hizo la desentendida cuando su esposo llegó con el perro y no le armó escándalo aun cuando era claro que ella tendría que recoger los excrementos; al contrario, se esmeró en cada cosa que iba limpiando por la casa, mientras en la mente se le aclaraban las ideas. Dime que estamos bien, que ya no estás enojada. Te traje este perro de regalo para que te cuide cuando yo no esté, para que te cuide hasta de mí. Ella guardó silencio. Ahora, además de los resoplidos de su esposo, debía tragarse el aullido del perro gimiendo por las noches. Lo ves, para qué discutes con borrachos. Ella pasó el dedo meñique sobre el labio roto, miró con ternura a su esposo y lo supo: le entregaría todo hasta que él dijera basta.

El puritito deseo le animaba la carne: dime que soy tu puta, gritaba hasta convencerlo. Y a él le fascinaba esta nueva etapa de su mujer. Era mentira eso de que a las chicas la ternura las derrite; su esposa no lo quería tierno, debía ser como un dios cubriendo su cuota de bestia y ángel sobre la piel de su: “¿princesa?”.

Los días pasaron y los calores que inundaban el hermoso y endurecido cuerpo de la esposa no cedían por lo que su marido comenzó a pretextar cansancio. Ella dio el siguiente paso: no quedó compañero de oficina que no le haya recorrido el cuerpo. Se sabía sola y dispuesta, en el fondo estaba convencida de que no podría detenerse, que le era necesario explorarlo todo, había dicho que “le haría el amor hasta que dijera basta”, pero no fue suficiente. Y justo cuando el esposo prefirió colgarse de un proyecto que lo mantendría fuera de casa por lo menos un mes, ella aprovechó la ocasión para meter a su amiga entre las sábanas del matrimonio.

Fue ese remolino de aromas de hembra proveniente de la recámara, lo que hizo crecer los aullidos del perro en el patio, aumentando la fuerza de su continuó rascar la puerta para entrar a la casa. El olor que transpiraban las mujeres incitaba al animal porque escapaba de las sábanas hasta enredarse en su lustroso pelo y caminaba despacito hasta su piel y más adentro. Tal vez por el instinto de todo predador que no quiere permanecer domesticado, o quizá las feromonas, el perro brincó, una tarde, sobre la hembra humana justo cuando abrió la puerta para sacar la basura al patio.

La hizo caer boca arriba y poniendo las patas sobre sus pechos y brazos, ladrando enfurecido, gruñendo y con los colmillos y la lengua salpicándole a la mujer el rostro, se acomodó sobre su vagina y la penetro con su pene rosado de perro deseoso, mientras la contenía enfurecido contra el piso, con ese aspecto demoníaco que en cualquier momento podía despedazarla.

Fue la fuerza del animal y el poder de la visión de tenerlo encima, con las garras rasgando sus pezones, por lo repulsivo que le pareció la imagen del hocico de la bestia dejando caer su baba sobre su rostro que, soportando las embestidas, la otrora esposa fiel alcanzó esa muerte pequeña que brinda el orgasmo, y luego vomitó.

Los días siguientes fueron vértigo tras vértigo. Se decidió a abandonar a su amiga sin mayor explicación para entregarse al recuerdo de ese instante que en parte le aterraba y se le presentaba nebuloso: el perro ladraba con furia y chirriaba los dientes y colmillos sometiendo a su presa, y ella se hacía líquida sin poder contenerse. Se imaginaba desnuda y jadeante sobre las rocas de un acantilado, mientras el oleaje marino bramaba salpicando su rostro, y tenía que levantarse aprisa de la cama para sentarse bajo el agua de la regadera apretando muslos y piernas. La búsqueda había terminado, sonrió extasiada.

El esposo regresó del viaje, y ella lo recibió serena y diligente; sabía que a partir de ahora, con el perro andando por toda la casa sin restricciones, y justo después de los tres minutos de gloria del marido sobre su cuerpo, ella podía encerrarse en el baño, amarrarse un pañuelo en la boca, y restregar su cuerpo desnudo sobre la pelambre de la bestia que, tenía razón su marido, había llegado a casa para protegerla.

 
 

Inaugural

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