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NUMERO 00 - MARZO 2009

 

¡Lovecraft! ¡Lovecraft! Un homenaje

Joaquín Lloréns

Esta mañana, brumosa y húmeda, mientras paseaba ocioso junto al Institut Psiquiatric de Barcelona, un avión de papel ha caído a mis pies. La nostalgia de mi niñez y la falta de apresuramientos me han empujado a agacharme y recogerlo. Para mi sorpresa, el papel contenía un texto escrito con letras irregulares que denotaban apresuramiento y nervios. Cuando llegué a mi casa lo leí con sorpresa. Por si fuera del interés de los lectores de Agitadoras, lo reproduzco íntegramente:

“Escribo estas líneas en un folio que ha llegado a mis manos por descuido de los celadores. Permanezco escondido en este manicomio con la esperanza de que ellos no me encuentren aquí, rodeado como estoy por cerebros desquiciados y seres fuera del sistema.
Nací en la villa de (el nombre es ilegible), en la provincia de León, próximo al pantano de Riaño. Aunque los escasos vecinos que allí residían eran taciturnos en extremo, mi puericia cabe considerarse casi normal. Según relato de mis tíos, ya desde mi infancia padecía numerosas peculiaridades de carácter, constitución y actitud, que se debían a mi padre, de sangre forastera. Jamás lo pude contrastar, ya que mi progenitor se ahogó en la represa el mismo día que yo nací. Mis primeros años de existencia fueron sencillos: dedicaba los días, con el único otro niño de mi edad que había en la aldea, a buscar las cuevas de la leyenda. Los más ancianos afirmaban en susurros que conducían a un mar interior que quedo preso en la tierra cuando Pangea, el primigenio continente, se había partido. Nunca las encontré, aunque en los solsticios de invierno, durante los que me dejaban solo en casa, escuchaba unos sonidos que recordaban a un cántico y que parecían provenir de lo más profundo de una caverna. A lo largo de aquellos años, mis relaciones humanas, a excepción de las búsquedas con mi compañero de juegos, se limitaban a algún breve cruce de palabras durante el baño diario que todos los habitantes se daban en el embalse, hiciera frío o calor.
Hasta que fui enviado a estudiar el bachiller en la capital, no me percaté de que lo normal es que, cuando se envejece, las orejas crezcan. En mi pueblo, era al revés, y los más viejos carecían de ellas. Tampoco hasta entonces me había percatado de que mi raza montañesa debía sufrir una soriasis degenerativa, que iba asemejando la piel de mis mayores a la de las percas que nadaban en el siempre turbio pantano, ni de su peculiar castellano: al río le llamaban riel, al tonto del villorrio sogoz y cuando rezaban sus ininteligibles plegarias en la derruida iglesia -sólo en Semana Santa, y con unos capirotes de los cuales salían una especie de tentáculos-, lo hacían al Dios Chulo. Incluso, al viajar un poco, observé con perplejidad que en las casas de la gente de los otros lugares, los ángulos de las paredes eran rectos, frente a las sinuosas curvas que sustentaban las moradas de la aldea.
Durante mis años de estudio perdí contacto con el pueblo, al que cada vez sentía un menor deseo de volver. Pero una mañana recibí un telegrama por el que se me informaba del repentino fallecimiento de mi madre y de que se me esperaba para su sepelio y para tomar posesión de mi herencia familiar. No derramé ninguna lágrima. Quizás el motivo fuera que, al pensar en ello, descubrí que, en todos aquellos años en que residí en el valle, nunca presencié un entierro por lo que carecía del recuerdo de esos momentos de tristeza que la mayoría de la gente ha vivido. Deduje que por ello, mi cerebro era incapaz de vincular ese hecho luctuoso con un sentimiento de angustia.
Llegué al pueblo de noche, empujado por una ventisca. En lo que había sido el hogar de mi infancia me esperaban algunos familiares, a los que casi no reconocí por lo deformado que estaba su aspecto. Sin mediar palabra, me entregaron una capa negra similar a la que ellos llevaban y, todavía en silencio, salimos en procesión alumbrados por antorchas. Tras un penoso paseo soportando un viento helador, penetramos en una cueva oculta tras una roca que nunca había visto en mis correrías infantiles y, lentamente, comenzamos a descender por unas escaleras labradas en la roca. Los bordes curvados de los escalones y los líquenes que los cubrían daban idea de su antigüedad. Bajamos durante lo que me parecieron horas bajo un sonido cadencioso, de una monotonía enloquecedora, que procedía de las profundidades y cuyo volumen aumentaba según descendíamos aquella sima.
Finalmente, llegamos a una cueva cuyo techo no llegaban a alumbrar la luz de las teas, y cuyo rocoso suelo se fundía con la orilla de un lago, cuyas imposibles olas bañaban una especie de altar rodeado de unas construcciones delirantes y sobre el que distinguí un cadáver con los cabellos de mi progenitora. El ritmo era aquí ensordecedor y parecía manar de todas direcciones. Mis acompañantes comenzaron a elevar esa especie de plegaria que acostumbraban a recitar y que, como siempre, me pareció una cadencia de palabras sin sentido: ¡Yog-Sothot! ¡Azathoth! ¡R’lyeh! ¡Cthulhu! ¡Cthulhu! ¡Cthulhu! Cada vez más alto. Cada vez más rápido. Noté un temblor en la tierra y a partir de aquí, mis recuerdos son confusos y se mezclan con las pesadillas que desde entonces me desvelan cada noche. De las profundidades del agua surgió un ser indescriptible, con la forma que ni el más desequilibrado de los artistas hubiera imaginado en una orgía de drogas y pesadillas. Se acercó al altar y, ante mi desquiciados ojos, vi como mi madre, que estaba viva y muerta simultáneamente, se levantaba desnuda y en un éxtasis de concupiscencia repugnante se abrazaba a los viscosos tentáculos de aquel ente innombrable. Mi mente estalló. Lancé un grito de demencia y corrí huyendo de aquel ser y de aquel lugar. No sé como lo logré, pero según me han informado los médicos, aparecí en la carretera comarcal, con la ropa hecha jirones y lleno de heridas y magulladuras, gritando frases inconexas. He estado incomunicado durante varios meses, intentando librarme de los horribles sueños que me persiguen desde entonces. Los doctores me diagnosticaron hace cinco semanas una franca mejoría. Casi les creí, hasta que la semana pasada me permitieron ver la televisión por primera vez. Entonces miré la pantalla. Era un noticiario. El Presidente iba a hacer una importante declaración. Escuché con estupor primero y con terror después, cómo anunciaba el hallazgo de una fuente de energía poderosa cerca de la presa y la prospección inmediata de la misma. Prometía que iba a cambiar la vida de los ciudadanos. Sus palabras provocaron mi pánico; aún más cuando, de súbito, reconocí su rostro, a pesar de las operaciones de cirugía estética a las que se debía haber sometido. Pero su mirada depravada bajos sus cejas circunflejas no me engañaban: Era mi compañero de juegos infantiles en el poblado.
Si esta confesión llega a manos de alguna persona de bien, debe impedir a cualquier precio que sea despertada la criatura que yace dormida bajo el pantano. En el manicomio, los psiquiatras consideran que he tenido una recaída en mi psicosis y nadie toma en serio mis exhortaciones a pesar de mis desesperados intentos de”

Aquí termina abruptamente el escrito. He vuelto al psiquiátrico y he preguntado por el misterioso narrador, pero no me han hecho caso porque estaban muy atareados: en unos días, el Presidente viene a inaugurar una nueva ala del hospital. Cuando regresé la semana siguiente, me informaron que había debido huir de la institución, pues nadie ha vuelto a verlo desde que tuvieron la visita presidencial.

 

 

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