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ISSN 1989-4163

NUMERO 134 - VERANO 2022

 

El Rosa Vence al Negro

Javier Neila

 

El hospital está en silencio. Un silencio acogedor tras un día de obligaciones y rutinas;  pleno de esperas y diagnósticos, pruebas, contrastes y dobles y triples opiniones. Ha sido un día igual que ayer, y seguramente lo será igual que mañana. Y así será mientras las espadas sigan en alto y se alcance la victoria o se muera en el intento. El silencio transmite paz y ayuda a la reflexión, a la calma y al reencuentro con uno mismo. Las luces por fin están ya apagadas y sólo algún chirriar de una cama en movimiento rompe tanta quietud. La oscuridad -razona ella- nos ayuda a ver mejor la situación, a comprender lo que pasa, y en su caso a encarar la pelea con dignidad y fuerza. No nos pasa nada que no estemos preparados para soportar. El ser humano es algo incombustible cuando lo que le sobra es voluntad y fiereza.

 

En estos quietos momentos es cuando uno se desnuda y se arranca a charlar con Dios. Apetece un tú a tú con el Creador de vez en cuando. Al fin y al cabo somos parte de algo más grande que nos transciende y nos da sentido. Y si por lo visto formamos parte de unos planes inescrutables predefinidos, siempre será bueno ajustar velocidades, adaptar ritmos y visualizar las próximas metas a conseguir. (Venga...Dios mío, resúmeme un poco cómo va todo, y dime de camino qué tal llevamos las cuentas...). En la soledad impersonal de un edificio como este, donde se maldescansa por las noches para afrontar un nuevo día, vemos la madera de la que estamos hechos, nosotros y también aquellos que nos rodean. Hablamos de nuevo con ese ermitaño arisco que nos incomoda y que teníamos olvidado; ese que vive dentro de nosotros y con el que desde hace tiempo hemos dejado de intimar, porque nos parecía un inquilino molesto y difícil de entender. Y es entonces cuando nos sale lo bueno que llevamos dentro. Así es; vivimos ahogados en las prisas y en la eterna carrera para llegar tarde y a donde nunca pasa nada. Nuestra vorágine de lo cotidiano y la sinrazón de cada día. Olvidamos mirarnos en nuestro propio espejo a cambio de seguir viéndonos guapos en los de aquellos a quienes no importamos absolutamente nada...perdemos perspectiva y no vemos que las prioridades son tan sencillas como vivir amando y amar viviendo todo lo que el Universo ha puesto aquí para nosotros. Lo demás sobra. Y es en esa maravillosa interiorización, cuando uno descubre la belleza de Dios en lo eterno que hay en cada hoja que mece el viento.

 

La noche ha extendido su manto de sopor sobre una ciudad que se ha vuelto insensible a las heroicidades individuales, a las batallas pírricas y a los sacrificios de unos pocos para cuidar y salvar a tantos. Ya pasó la pandemia y ahora nos podemos permitir el lujo de seguir siendo egoístas. El centro del mundo lo copan de nuevo nuestras frivolidades, con personas de plástico e ideales mundanos. La belleza sobre la virtud, el dinero sobre la honestidad y los prejuicios sobre la pureza. Esta ciudad, Sevilla, crece más rápido de lo que puede asimilar, y como un niño del tercer mundo que pega el estirón, pasa frío sin un abrigo que le caliente ni opciones de conseguir uno. Yolanda mira serenamente desde su ventana, en el cuarto piso del Hospital San Juan de Dios, y observa la calle con interés. Ese observatorio es ahora su baluarte, su referente y su punto de observación en una guerra que libra desde hace ocho meses, y que ha veces se le hace cuesta arriba. La fauna urbana a esa hora es bien escasa; noctámbulos erráticos y algún taxi esgrimiendo a diestro y siniestro destellos de un color verde esperanza que ella atrapa al vuelo con su sonrisa. Poco mas que ver a esas horas, si acaso las estrellas, no las del cielo- la contaminación lumínica lo hace imposible-, sino las que forman las luces de las farolas en el cristal húmedo de sus gafas. La frenética ciudad ha cedido en la madrugada sus espacios poblados a otro tipo de habitante: beodos, mascotas con sus dueños, operarios del turno de noche y algún amante sin suerte. La jungla de calles y plazas se ha vuelto algo inhóspito y casi decadente. Ella, inasequible al desaliento, vuelve a sonreír con la mirada perdida. Recuerda el pueblo y su juventud, en la que todo era muy distinto hasta el punto de que no poder salir a la calle sin tener que saludar a todo el que se cruzaba en el camino. A veces tan sólo en comprar el pan, invertía tanto tiempo que cuando volvía a casa ya estaba frío. Su padre le reñía entonces con cariño, y le bromeaba diciendo que más le habría valido haber ido él. Recuerda melancólica a los que ya no están. Sobre todo sus miradas de amor. Uno nunca tiene edad suficiente para quedarse huérfano. Y aunque sabe con certeza que siempre están velando por ella, los echa de menos a rabiar, en cada gratitud que le devuelve la vida, en cada revés que le fortalece, y en cada madrugada cuando huele el pan caliente que hacen en la panadería junto a casa.

 

Cuando estaba en la floristería, siempre desde muy temprano, disfrutaba de ver la transformación de la ciudad y como los perfiles de los que la habitan cambiaban a cada hora. Ella, en cada flor, en cada ramo y en cada lazo que ofrecía, daba parte de sí con su dulzura y su amabilidad; ademanes que aún en la adversidad mantiene intactos de manera increíble, porque el barro se deforma y la madera se quema, pero ella es hierro y piedra forrada de terciopelo, y no sólo es inagotable, sino que contagia y crece cuando se mezcla con los demás, como sabemos todos aquellos que nos hemos cruzado en su camino…Si es verdad -yo así lo creo- que todos estamos en este mundo para un fin, suerte tienen los que hacen cosas que dan felicidad a los demás. Y en eso ella es más que afortunada. Da igual si vendes pescado u operas a corazón abierto. O si vendes flores. Lo importante es la pasión, la fuerza que empapa todo lo que tocas. Y es evidente que ella, en su intensísima humanidad, sabe muy bien que el que más da, es el que más gana.

 

Así que, querida Yolanda, cuando leas esta carta, recuerda que palabras como cáncer, metástasis y morfina, sólo son términos inventados para asustar a los cobardes, para encoger el corazón de los débiles. Y tú no eres ni una cosa ni la otra. Recuerda que de todas las flores que te han rodeado siempre, la mejor sin duda es la rosa, por su belleza, fortaleza y fragancia. Estarás de acuerdo conmigo en eso. Precisamente es la flor que te mejor te define, pues el rosa siempre vence al negro, tu luz a las sombras y tu corazón a la muerte.

 

No lo olvides esto jamás.

 

Un abrazo grande, de tu querido profesor.

 

 

 


 

 

Florista

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 
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