Cuando un habano no tira, hay que dejarlo estar, apartarlo y encender otro. No es lo habitual si lo has comprado en un estanco de confianza, pero de vez en cuando ocurre, lo mismo que un gatillazo, un invento léxico magnífico para una experiencia más bien penosa, el equivalente fisiológico a que a un pistolero le falle el revólver en el momento del duelo.
Recuerdo a un amigo con un humidor de ésos más grande que una nevera, un humidor enorme donde parece que haya que entrar descalzo y tengas que ponerte a saltar sobre los puros como si fueran troncos inmóviles sobre un río maderero. Con tanto material, las posibilidades de un fracaso aumentan exponencialmente, más aun cuando los acumula allí sin orden ni concierto: tarde o temprano tropieza con un habano que hace mucho tiempo que dejó atrás su momento de gloria. Pero mi amigo no se enfada ni se desanima, todo lo contrario: se lo toma como un contratiempo, una cita que le da calabazas.
Replicó que yo tenía poca fe, que un puro no es un simple objeto sin alma, sino un amigo, y cuando un amigo te falla, no vas y lo reemplazas por otro. Luego dejó su Trinidad -que humeaba gloria bendita- sobre el cenicero, entrelazó las manos detrás de la nuca y se echó hacia atrás en el sofá. Mejor tomarse las cosas con calma, dijo. Desde que empezó la historia del coronavirus era como si fuese su propia vida la que no tirase. Su mujer le había abandonado un par de meses atrás, los negocios no le iban muy bien, no tenía mucha idea de cómo seguir adelante. Le amedrentaba la idea de empezar de nuevo, tan mayor, después de los cincuenta. Le pregunté si había ido al psicólogo para pedir consejo y negó con la cabeza. No, no he ido al psicólogo, para eso tengo mi estanquero de guardia. Además, nunca hice un amigo en una farmacia.