Anoche soñé con Jimi Hendrix y su guitarra acariciaba el vientre de la luna. La lluvia acechaba y nos rondaba, rebelde en su distancia de cielos grises y aguaceros. La tierra transformada en barro cuando me acerqué al escenario sorteando parejas en su abrazo. Tú cantabas Hey Joe y luego, me dijiste, no tendríamos que escapar a México. Porque una vez, me confesaste, te detuvieron por conducir un coche robado. Un juez te dio a elegir: pasar dos años en la cárcel o enrolarte en el ejército. En tus ojos la púrpura de aquellas tardes que nunca sucedieron. La niebla que ofertó su traje nuevo para desnudarse, lenta, y quedarse quieta. Era el último día de aquel festival en el que sólo creyeron unos pocos. Pero aquello no tardó en llenarse de personas y un gobernador que odiaba a los hippies declaró el sitio como zona de desastre. Nadie temía, entonces, morir por inanición, de sed, de hambre, y muchos se desmayaron ante el cansancio y el ácido. Miré en mi alrededor y distinguí a Hunter S. Thompson, que caminaba tranquilo, más allá de los oficios. Esa necesidad de entrevistar a todo el mundo. Habíamos viajado juntos hasta llegar a Bethel, donde un granjero llamado Max Yasgur alquiló sus terrenos para celebrar el evento. A pocos kilómetros quedaba Woodstock. Así lo recuerda el mundo; aquellos días de paz y música. Fue un viaje largo a través de la noche. Hunter y yo programábamos el futuro. Nos detuvimos para repostar gasolina y la cinta se enganchó en el viejo radiocasete. Quisimos saberlo, pero nadie nos dijo dónde encontrar los afluentes y el destino. Conducía, mientras tú tratabas de reparar el viejo aparato y la cinta en el suelo descalabrada. Te diste por vencido y sacaste de la guantera unas pastillas azules. Llegamos a tiempo, aunque tuvimos que esperar a que Richie Havens subiera al escenario y tocara Freedom. Yo también quise irme, alejarme de toda la basura que nos arrojaron por ser libres. Qué hermoso fue sentir la noche. Y aquella madrugada, a punto de terminar todo, Jimi Hendrix nos sorprendió tocando el himno nacional. No fue sólo un himno; imitó el fuego de las armas y el lanzamiento de las bombas. Era impensable que nadie pudiera conseguir eso con una guitarra, la suya, una Fender Stratocaster blanca. Todos estábamos exhaustos cuando aquello concluyó. Cuando apenas quedaba nadie y los pocos que quedaban recogían y limpiaban el terreno, divisé una figura, a lo lejos. Pensé que se trataba de Hunter, que regresaría conmigo a Nueva York. Pero Hunter ya se encontraba lejos y aquella figura, no sé… comencé a caminar sin intenciones. Por el peinado supe que se trababa de Jimi Hendrix. Hey Joe –me dijo. Supongo que vienes a despedirte. Guardé silencio y le invité a viajar conmigo. ¿Sabes?, es muy probable que no volvamos a vernos –me anunció. No supe interpretar sus palabras y el designio, la fragilidad de aquel momento. De regreso a la ciudad, en mi soledad y mi cansancio, recordé sus últimas palabras y decidí continuar adelante. La locura es como el cielo. Anoche soñé con Jimi Hendrix y su guitarra tañía como las campanas, y más allá de la carretera, se extendía un hermoso campo donde no crecía nada, absolutamente nada.