“Recuerdo el primer beso que te di, en la estación del pueblo, difuminadas nuestras caras por el vapor de la locomotora, que cómplice quería atraparnos para que no nos tuviésemos que separar. Fue nuestro primer beso, espontáneo, abnegado y fugaz. Los dos temblábamos, ateridos de frío y miedo, aquella madrugada sin sentido en la que nuestro mundo dejó de girar, para ser absorbido por un torbellino más fuerte que todo lo engullía, triturando voluntades y sueños de toda una generación de desdichados. Sentí angustia, tanta, que no era capaz de hablar. Te hubiese dicho muchas cosas, aunque algunas se me escaparon por los ojos y las entendiste de seguro...
Mientras te abrazaba, los ávidos ojos de los mozos de mi quinta nos perforaban la nuca. Pero nos daba igual, y durante aquellos eternos segundos que son todavía mi presente, no nos importó nada ni nadie. El Jefe de Estación dio el último aviso, grosero y descarnado, para que nos subiésemos a aquellos vagones de madera, verdes y sucios, que olían a sudor, madera podrida y vino agrio, y tan abarrotados que apenas podía entrar la esperanza. La quinta del biberón, los mozos nacidos en enero y marzo de 1922, teníamos que acudir en leva forzosa, para demostrar al mundo algo que, ya entonces, no era capaz de entender. Sacrificar inocentes para beneficio de algunos, no era nuevo en nuestra historia; al fin y al cabo comparten la misma forma -cóncava, protectora, íntima-, la cuna, la trinchera y la sepultura.
Aquel sábado 9 de abril de 1938, la locomotora, ensartada de banderas rojas, rojas y negras y tricolores, empezó a moverse, silbando y rebufando como un toro agonizante, mientras el chirrido metálico de las ruedas contra la desgastada vía se materializaba en el movimiento tenso y espasmódico de aquellos vagones, decorados con dibujos grotescos del enemigo y frases grandilocuentes, que nos arengaban a cumplir con el sagrado deber de dar nuestra sangre para defender a la República, sufrida y heroica, de las garras de los fascistas. En mis manos, tan sólo un viejo morral, conteniendo lo que la familia de cada quinto debía aportar a la causa; plato, cubierto, cantimplora y manta. Y tu foto. Siempre con tu foto en el bolsillo del pecho, junto al pañuelo que me regalaste, aquél en el que había enjugado tus últimas lágrimas.
Peleé por una ventana, y a duras penas pude sacar la cabeza para verte. Sólo
entonces me di cuenta de la magnitud de la tragedia que te rodeaba, que nos
rodeaba a todos…incontables madres, algunas de rodillas, gemían llorosas con las manos en el pecho, ahogándose en ese sofoco hondo que no termina de romper; hermanos pequeños de pantaloncito corto y postillas en las rodillas, cogidos de la mano de encorvados abuelos, despedían resignados un interminable convoy de rostros silenciosos y desencajados; ancianos veteranos de la guerra de Marruecos, curtidos por el sol, la pólvora y el tiempo, portaban plateadas cruces al valor en el pecho de sus desempolvados uniformes, y saludaban instintivamente desde el andén en posición de firmes, con los ojos enrojecidos y la pena de no poder pactar una vez más con la muerte, marchar por ellos, y así cambiar una vida por otra. La mirada de alguno de éstos, barruntaba ya el fario malo de no volver a verlos, ni vivos ni muertos...Y ante tal hecatombe, sólo tú brillabas en las tinieblas, entre tanto quejido entrecortado y tanta mirada rendida en el infinito. Eras una rosa roja en el estercolero, un punto de color en aquel gris oscuro, pues el calor de tus ojos brillantes me confortaba en la distancia, a sabiendas de tenerlo todo en contra; supe entonces que sobreviviría a esa guerra, y a todas las que tuviesen que venir
después. Y mientras intentábamos agarrar estérilmente nuestras vidas, como el
niño que quiere atrapar con sus manos una anguila en el barro, el apeadero de
Belinchón y tu silueta que no dejaba de agitar el brazo, fueron mermando de
tamaño hasta desaparecer en la bruma.
Poco después de nuestra despedida, entramos en acción en la ofensiva del Segre, donde mis continuos cambios de destino en el frente, hicieron que dejara de recibir tus cartas, pues sólo recibí las siete primeras, que han sido mi talismán y referente durante todos estos años. Sin embargo ninguna semana dejé de mandarte las mías, ni siquiera en los peores momentos, que ciertamente era cuando más te necesitaba.
Poco después, tomamos parte en la ofensiva del Ebro, frente por donde llevé puesto tu amor que de seguro me protegió, pues te prometí que volvería a por ti, y así lo he hecho. Pero no todos tuvieron mi suerte, y los huesos de aquellos que se habían convertido en mis hermanos, descansan eternamente apilados en fosas comunes esparcidos por Merengue, Baladredo, Mora del Ebro, Miravet, Pàndols, Gandesa, Punta Targa...aún pienso que quizás en el mundo de los muertos, hayan podido recuperar su infancia perdida, la que nos arrebataron a aquellos 27.000 adolescentes que ya nadie recuerda; quizás Dios, no sea tan imperfecto y dé nuevas oportunidades a los críos que mueren haciendo la guerra, a cambio de tanto frio, tantos piojos y tantísimo miedo.
Al final, como era de esperar, perdimos la guerra, y a desbandada huimos a Francia, cruzando los Pirineos en condiciones más que angustiosas, pero ni las miserias del campo de concentración de Argelès-sur-Mer, ni continuar luchando bajo bandera francesa contra la Alemania nazi, a lo largo de África, Italia y Francia, me hizo desistir de pensar en ti ni un solo momento, ni cejar en mi lucha de volver al pueblo para verte. Teníamos demasiados planes, y muchas cosas por hacer, que tuvimos que posponer. Por eso ahora que estoy frente a ti, no puedo dejar de arrepentirme por haberte dejado sola, y por todos aquellos años que he pasado lejos, durante estas dos guerras y el larguísimo exilio que me ha impedido volver hasta ahora. Pero quiero que sepas que sin tu recuerdo, y sin ese beso de despedida, mi vida no habría tenido sentido, y mi lucha por sobrevivir habría sido inexistente.”
El viejo se arrodilla, contrariado, emocionado, roto, y deja sobre el nicho un deshilachado pañuelo, una foto sepia y unas manoseadas cartas, para poner encima una rosa roja, fresca y sin espinas entre tanto granito gris. Se levanta, lentamente, suspira y mira de nuevo a la lápida, donde casi borrado por el tiempo, aún se puede leer:
Aquí reposa la señorita doña Mónica Pardo Cabrera.
Fallecida a los 15 años de edad en el bombardeo de Belinchón, el 10 de Mayo de 1938.
Sus desconsolados padres, ruegan una oración por su alma