Uno nunca sabe bien los motivos de sus preferencias, sus gustos, sus intereses, sus debilidades, sus deseos y la parte contraria, sus zonas de rechazo, aquellas cosas, personas, seres vivos cuya sola mención causan malestar, desazón, inquietud e incluso indiferencia.
¿Por qué uno siente repelús cuando se habla de serpientes? ¿Los motivos bíblicos quizás? ¿Por qué le repelen los murciélagos? ¿Acaso el miedo desde el principio de los tiempos de sus hábitats en cuevas, lugares oscuros, tenebrosos, sus gritos para orientarse en el silencio espectral de la noche...? ¿El temor primigenio al aullido de los lobos como cánticos de amenazas, acechantes de mil peligros cuando las sombras se apoderan de las formas y todo queda difuminado en el escenario de la noche? ¿La inquietud ante los ojos omniescientes de los cocodrilos que todo lo miran, todo lo observan y acechan cualquier atisbo de debilidad para atacarte por tu flanco más débil y convertirte en su presa?
No conoces con exactitud, no hay motivos claros de tus preferencias por los gatos sobre los perros. La tradición, las leyendas, los mitos sociales nos dicen que el perro es el animal más fiel al hombre, el que no traicionará cuando todos se vayan en los tiempos de dificultad. Un famoso aserto cuasi filosófico nos dice que: “cuanto más conozco al hombre más quiero a mi perro”. Los perros guían a los rebaños en las travesías trashumantes. Son los centinales guerreros antes las asechanzas de la noche intranquila. Su fidelidad es a prueba de bombas incluso cuando su dueño es más perro que el propio perro. ¿Cuántos canes han permanecido a la espera de su “amo” cuando este se marcha, desaparece o han permanecido junto a la tumba de la personas que los cuidaba y quería más que a sus propios vecinos e incluso familiares? ¿A qué se debe tanta fidelidad, tanto amor de perro ante dueños que merecen este nombre o son tipos y tipas indignos?
Los perros que forman parte de la familia, que son la “única familia” de muchas personas que viven en ciudades sin amor, en espacios urbanos donde el “sálvese quien pueda” es el máximo mandamiento y los perros son los hijos fieles de personas que viven solas, de ancianos que sobreviven en la más estricta de las soledades, que alegran la vida de los niños. Sus zalamerías, sus ojos que parecen comprender las aventuras y penas de sus amos que les miran como si fueran humanos, como si la comunicación a través de los ojos entre perro y humano fuese un instante divino que escapa a la humana comprensión.
Sí, tenemos que agradecer mucho a los perros. A los perros salvadores, a los perros compañeros, a los perros guía para los ciegos, a los perros cazadores, a los pequeñitos que caben en el bolsillo de la chaqueta y te alegran los pasos por la ciudad agresiva, indiferente, callada. La ciudad anónima a la que no importas y cada vez te importa menos. Le respondes con la moneda que te paga.
Pero uno, a pesar de los valores de los perros, prefiere a los gatos. Los dichosos felinos que tienen grabado como marca de su casa su natural indiferencia a los humanos. Su desapego, su habitual desinterés por las cosas que viven y afectan a sus dueños en los buenos y menos buenos tiempos que atraviesan en la vida de sus casas. Siempre me han fascinado. Los he observado con largueza, a base de mucho detenimiento y no dejan de sorprender. Seres inquietantes, fascinantes, amantes de la nocturnidad, los lugares oscuros y la contemplación de la luna. Los he contemplado en noches atrapadas de preguntas a la búsqueda de atrapar con sus garras las faldas de nuestro silente satélite como si el ratón ansiado estuviera en alguno de sus cráteres o quién sabe si en su cara oculta...
Como ellos, ocultos tras el misterio de sus ojos almendrados, incapaces de conocer qué pensamientos, qué deseos, qué necesidades se ocultan tras esa mirada que reluce como ascuas interrogativas por los caminos de la noche incendiada en sombras y misterios. Viven con nosotros, entre nosotros pero fuera de nuestros dominios. Corretean por la casa sin aceptar nuestras caricias, nuestros abrazos e incluso los besos. Como si la compañía humana les incomodara y prefirieran el anonimato de sus movimientos y arañar las cortinas, los sofás, tus tobillos. Ascender de un rítmico salto a las barandillas de los balcones para contemplar desde su altozano el movimiento de la calle pero como si no les importara nuestro devenir, nuestro corretear por las aceras. Ellos son los señores de la noche cuando nosotros dormimos y dominan el panorama de las cosas inquietantes para los humanos sentidos.
Seres esquivos, altivos, soberbios, orgullosos de su independencia y libertad. Quizás por estos rasgos de su carácter siempre he sentido atracción por los felinos y su facultad para seguir adelante a pesar de todos los avatares con sus famosas “siete vidas”. Su calidad para caer de pie a pesar de las alturas y los peligros acechantes. Sus bigotes dalinianos, sus ojos avizores, sus finísimos oídos para captar potenciales peligros. Sus instintos cazadores para estar a la expectativa en tiempos enemigos. Sus categorías, sus razas, sus diferencias gatunas.
Miraba por aquella ventana en la frontera entre la tarde y la noche aquel cónclave, el conciliábulo que se organizaba en mitad de aquel inmenso patio formado por hileras irregulares de edificios de un barrio en las fronteras del extrarradio. Con patios de vecindad que comunicaban con aquel inmenso espacio irregular y los vecinos anónimos lanzaban los desechos de sus casas acorazadas tras las ventanas, tras los visillos, los restos de las comidas, las sobras para festín del corrillo de gatos que se arremolinaban en un aparente desorden para la humana observación.
-Miauuuuuu
-Mauuuuuu
-Marramamiauuu
-Maumauamaumau
-Miauguaumiaugua
Lo que nosotros no sabíamos, no éramos capaces de entender es que estos encuentros gatunos, estas ceremonias multitunarias de los felinos antes de comenzar el reino de la noche, tenían sus códigos, sus relaciones, sus jerarquías, sus normas de convivencia y organización. Dejemos de hablar con raciocinio humano y escuchemos con traducción a palabras entendibles a nuestro oído, el universo de la gatomaquia.
Don Gato dirige el corro. Los humanos lanzan por las ventanas los restos de comida. El manjar predilecto son los restos de pescado, las raspas, las piezas desmigajadas de las tartas, las pastas, algún culín ocasional de leche en botellas de plástico o cartón. Algunas samaritanas del vecindario mezclan el maná blanco con pedazos de pan cuarteados que se ablandan al contacto con el blanquecino líquido. Don Gato husmea el festín nocturno antes que ningún congénere se atreva a acercarse al banquete que les espera. Curiosa situación la de los humanos. Viven en colmenas, arracimados, atrincherados tras sus ventanas, aislados en sus cubículos y prefieren ver el espectáculo de los gatos y el reparto de sus viandas antes que hablar con el vecino que vive al lado, al que pueden pasar meses sin verlo, sin conocer nada de su situación. Hermoso y extraño mundo el de los llamados humanos que no tienen a veces humanidad con los prójimos que les rodean y les importan poco o nada.
Don Gato es un hermoso gato negro, de ojos esbeltos y provocadores. Un felino soberbio y potente, con garras retráctiles y temibles para sus enemigos que quedan marcados. Procreador nato es un gatoriego al que gusta dejar su huella en las gatitas que a los pocos meses tendrán descendencia después de sus encuentros amatorios momentáneos. Rosaura es una gatita blanca, de andares sensuales que goza de la mirada del jefe del clan. A veces es ella, con la aquiescencia de Don Gato, quien comienza a degustar los manjares que lanzan los vecinos anónimos al patio. Pero Rosaura es una gata inteligente. La listeza no está reñida con la inteligencia. Ha pasado un rosario de vicisitudes desde su nacimiento donde fue seperada de su mamá, una gata persa tan espectacular como ella, hasta la edad hermosa en la que se encuentra, eje de todas las miradas gatunas y las preferencias de D. Gato, sobre todas las demás gatas que le rondan y se muerden las uñas de envidia y celos cuando observan que la primera en degustar el banquete nocturno es aquella persa blanca que vino la última y ahora es la primera.
Don Gato ordena el reparto. Primero Rosaura que, al dicho de las malas lenguas traerá gatitos del jefe. Luego el jerifalte que disfruta de las mejores raspas, los mejores trozos de carne, el pan bendecido con la leche. Luego su guardia pretoriana; Alisamum, Esbercio y Corticius. Gatos bregados en el oficio de sobrevivir en la calle, en las estrecheces y durezas de la gran ciudad que les ignora. Acostumbrados a pelear con sus compañeros para conquistar posiciones y ganarse el respeto de los otros y de la procreación con las gatas tras peleas devastadoras donde más de uno se deja un ojo, los bigotes o la cola como signo de derrota y la consiguiente sumisión. Después, empieza el turno de las gatas comunes, marrones, con punteados morados o negros, o blanquecinas con las patas oscuras y punteadas de multicolores, fruto de mezclas en noches de pasión incontroladas. Rebuscan entre los restos por si los primeros se han dejado algún resto digno de mandumio y lamerse sus labios y bigotes con sus poses femeninas y coquetas.
Por último, los desahuciados, los perdedores de las batallas, de las guerras gatunas por la reproducción y el condumio, los gatos perdedores de distintas razas y cruces luchan otra vez entre ellos por conseguir el último resto de raspa, la última migaja de leche empanecida, el desvanecido desecho de chorizo o morcilla que yace como una masa informe en el maremágnum de comida asaltada, removida y descuartizada hasta la extenuación de la jerarquía.
Abastecidas con mayor o menor suficiencia las barrigas, los gatos vates empiezan un pequeño concierto de maullidos que concita en los ventanales a algunos de los vecinos que quizás lanzan los alimentos desechables para poder deleitarse con los cánticos ora armónicos ora deslabazados y guturales de la reunión gatuna. Hartos de escuchar la misma cantinela en la televisión o los problemas familiares, deciden refugiarse en el descanso musical de la cantata felina.
Mamammauuuuu, miramiauuuuuu, mau, mau, mmuuuuchoooomauuuriciar miiimmooooosuuuurrrra, Maramamamau, mau, mau....
Este espectador de lo imprevisible, después de muchos cursos y clases de traducción de lenguaje gato-humano, intenta desentrañar algunas de las claves, sílabas y articulaciones del misterioso mundo de estos vertebrados de cuatro patas en clave polifónica. Al parecer, es una adaptación de una canción infantil que la cuadrilla ha escuchado algunas veces por las ventanas de los humanos cuando acunaban a sus bebés para acunarlos y tratar de conseguir que se durmieran. Ellos sí son capaces de comprender la articulación de las sílabas de las personas que les sirven cada día el banquete de las sobras, de los restos que ya nadie quiere y la han modulado para adular a D. Gato con su amada del momento.
Estaba el Sr. Don Gato
sentadito en su tejado
oteando el escenario
de su territorio conquistado
miau, miau, miau
Corteja a una gatita blanca
sobrina de un gato pardo
(que al parecer no forma parte del clan)
marramamiua, miau, miau,
sobrina de un gato pardo
cuyo nombre es un enigma
para el Sr. Don Gato
El Jefe le da las mejores
viandas del banquete
una noche y otra sí
y los demás miramos
marramamiau, miau, miau
A ver si se casan ya de una vez
Y queda vacante la jefatura
porque ya tenemos ganas
de nueva legislatura
Y se marchan tan felices y contentos
Por la calle del pescado
Y nos dejan a nosotros
con nuevas ansias de venturas
en esta corrala de vecinos
marramaiua, miau, miau
Don Gato sonríe pues imagina quién heredaría su gobierno en una lucha descarnada para alcanzar el liderato entre Alisamum, Esbercio, Corticius,.. Imagina una pelea fratricida entre los tres contrincantes a su podio donde se destrozarían unos a otros, con los ojos arañados, los bigotes desgarbados, las garras rotas y exhaustos para el gobierno del patio. Para que las gatas y los comunes gatos débiles reclamaran otra vez su vuelta tras su casamiento con Rosaura pues lo verían como el jefe necesario para gobernar una comunidad gatuna necesitada de su liderazgo, ya indiscutible hasta el fin de los días.
Rosaura le lame el pecho altivo y el lomo orgulloso. Los demás se preguntan qué piensa
Don Gato observa con ojos como de fuego enigmático.
Y la rueda gira cada noche a la espera de que los vecinos anónimos lancen a cierta hora el banquete nocturno. La espera de los lugartenientes del casamiento de D. Gato con Rosaura, que dejará un vacío de poder y una lucha gaticida por lograr el trono. Y los sueños giran, Y los gatos miran a la luna para esquilmar sus cráteres de respuestas mientras la noche gira enigmática como la gran madre preñada de preguntas con esquinadas y muy dudosas respuestas.