La escritura de Inés Matute es sincera y precisa, económica en descripciones y adjetivos, como corresponde a una autora de su maestría y destreza lingüística.
Resulta extraordinario comprobar cómo tal concisión nos invita a asomarnos con perplejidad y extrañamiento a los diálogos que sostiene la protagonista de la novela con sus dos personajes principales: la madre y la señorita Banana.
Matute aborda con indomable ternura la conversación con la madre convaleciente; la memoria de la infancia que reside en los silencios de la habitación de hospital; el desconsuelo por el desenlace fatídico que se avecina y la aflicción profunda del duelo filial; la soledad interior que se abalanza sobre la protagonista con una crudeza tal que conmueve, precisamente, por la ausencia de artificios.
Contrasta la delicadeza de ese discurso con la enconada hostilidad con que la autora encara a la protagonista con la señorita Banana, el personaje de la novela cuya aparición nos sobresalta desde las primeras hasta las últimas páginas y que Matute hace transitar por toda la narración como una suerte de enigma que expande la novela a una velocidad espacio-tiempo cada vez mayor.
La lectura de la novela genera un eco gravitacional, una energía exquisita que se extiende más allá de las páginas, como una radiación que precede a la formación de la materia, una premonición literaria que, a través del misterio, nos confronta con la oscuridad de nuestro yo, nuestra propia señorita Banana, la huella del paso del tiempo en el mismo tejido del espacio.