Suelo reproducirlo sin sonido:
la camiseta amarilla de Mario,
esa mueca infantil en la mejilla
izquierda un segundo antes de empezar
el baile. Sonríe, sonríe todo
el tiempo. Mueve los brazos trazando
un semicírculo que nunca acaba
por completarse. Yo bailo a su lado,
lo miro así, de reojo, tratando
de coordinar mis movimientos a
los suyos -ensayamos cinco veces-
pero tan solo consigo reír
y que él comience a reír mientras baila.
Cuando termina la canción un último
giro de sus codos-manos-caderas
lo congela en esa pose eterna y
graciosa con la que lleva observándome
desde hace tantos -¿cuántos? - tantos años.
Y solo el zumbido de la pantalla,
el precipicio liso del cristal,
la tensa verticalidad -intuyo-
de la cuerda cuando ya fue tan tarde,
la camiseta amari
lla tan
quieta,
la habitación de muebles irreales
y el deshielo que jamás llegará.