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ISSN 1989-4163

NUMERO 114 - VERANO 2020

 

Como el Sol en la Cara

Javier Neila

El abuelo Miguel se muere. Se muere de viejo, pero sobre todo se muere de soledad. Medita en silencio, mirando al cielo a través de la pequeña terraza de la residencia. Menea la mecedora con parsimonia, recibiendo el sol en la cara. Siente el calor en la piel arrugada, en las cicatrices y en las articulaciones, donde parece que el calor de la primavera intenta aliviarle, sirviéndole de ungüento y sedante, como el bálsamo de fierabrás que todo cura al que nada posee. El solralentiza una muerte cierta que -segura de sí- le va abrazando lentamente y con delicadeza, como una amante sin prisa, con la misma devoción con la que la matrona le sostuvo por primera vez, en el tránsito de la oscuridad a la luz, al ponerlo en brazos de su madre. Ahora otra mujer -la parca-, hará su trabajo a la inversa, quizás para unirle al fin con su madre, pues el cordón umbilical -piensa Miguel- nunca se termina de cortar.

-Donde entra el sol no entra el doctor- Farfulla.

El abuelo Miguel se aburre. Ya nadie viene a visitarle. Ahora prima lo joven y lo bello y él ya está pasado de moda -siempre ha sido así, pero ahora es cuando dolorosamente lo descubre-. Sólo es un carca, un viejo chocho y una molestia para sus cuidadoras desde que dejó de serlo para sus hijos. No tiene presente ni le espera un futuro, y tan sólo le queda vivir hacia el pasado, que lo retroalimenta y le recuerda que fue feliz, sin tecnología y aún viviendo una guerra y lo que vino después: hambre, esfuerzo y piojos. Abre su álbum de fotos. Aparecen caras de sonrientes recuerdos que le miran, y él no puede dejar de devolverles la sonrisa a todos esos muertos que viven en su memoria. Les mira a los ojos, intensamente, usando la potente lupa que le regaló uno de sus nietos, el mismo día que lo internaron en la residencia. Él es el último superviviente. Los que no mató la guerra, se han ido yendo poco a poco. Busca en sus caras estáticas algo de vida, y en sus miradas algún mensaje o enseñanza. Quizás desde la otra vida puedan mandarle un mensaje, como un náufrago lo haría usando una botella. Quizás pronto se vuelvan a reencontrar y recuerden anécdotas graciosas. Quizás ya le estén esperándole, ilusionados. Quizás... Los mira y reflexiona en un pasado ya inexistente. Todos al final parecen decirle lo mismo; que la vida es un suspiro, que la vida son momentos. Pero en especial parecen decirle que el olvido es la muerte, y que todos desaparecerán con él, cuando Miguel también se vaya, extraviados como huérfanos en el laberinto de la memoria…

-El olvido y la soledad pactan con la muerte- farfulla.

El abuelo Miguel ha empezado su viaje en color sepia, abriendo la primera página de un ajado álbum de fotos, que recopila toda su vida, pleno de  recortes, fotografías, recordatorios de comunión y hasta una flor seca, que le recuerda el beso casto de unos labios de porcelana, de una niña que olía a jazmín... y recoge en cada tramo sensaciones que revive a cada vistazo. El manoseado compendio de cartones amarilleados y destellos de nitrato de plata, avivan lascaras sonrientes de sus viejos amigos, volcando sobre él un aluvión de aventuras inolvidables. Fotos de la Verbena de la Santa Cruz y de la Feria, de la Semana Santa y del Corpus... Cuando mira a ese niño delgaducho que cogía nidos de gorriones en el olivar, junto a la casa familiar, apenas se reconoce... Mira su foto de comunión, con cuerpecillo de torero y un prestado traje de marino, con las canillas al aire y carita pura y sonriente, sujetando el misal y el crucifijo de la mano. Puede leer en manuscrito de tinta infantil “Moguer, 12 de abril de 1930”. Mira ahora sus piernas quebradas y su piel agrietada, y suspira derrotado. Duele verse joven y fuerte, aunque fuese en un mundo en blanco y negro, donde su infancia y su juventud se tamizaron de hambre y muerte, de frio y miedo, de sacrificio y sudor amargo. Pero al fin, la mocedad es la única patria que le queda al hombre viejo. Al menos fue dueño de su vida y tomó sus propias decisiones, asumió las resultas de sus actos, y se hizo a sí mismo sin darse nunca por vencido.

-El destino de uno es la suma de las decisiones que tomamos en la vida - Farfulla.

El abuelo Miguel sigue echando la tarde, sobrevolando su historia mientras espera la muerte, como si de un viajero del tiempo se tratara, emulando al señor Scroogle, viendo a su juventud pasar desde la perspectiva de los años. Tiene muchas fotos. Sobre todo de la guerra, desde que le gano una  Leica III a un piloto de caza en una apuesta de lo más estúpida; quien era capaz de aguantar más tiempo con la cabeza metida en un cubo de agua. Desde entonces le dio por hacer fotos a todos sus compañeros. Sí, en esa época hacerse una foto era un privilegio no al alcance de todos, y cada cual posaba sobreactuadamente, como si estuviese en una película de cine mudo, convirtiéndose en improvisado actor, diseñando la imagen que querría dejar para la posteridad y esforzándose por transmitir la emoción, el sentimiento o la virtud propia de cada protagonista y de cada momento. Soldados fieros, enfermeras entregadas, generales opulentos, damas piadosas, artistas alocadas o barraganas lúbricas; todos ellos como crisol y catálogo de una época que no volverá, y que fueron dejando en cada desgastado trozo de celulosa albuminada, un trozo de sí, para reflexión de futuras generaciones y nostalgia de los que les sobrevivieran.

Se fija en una foto de grupo en la que sale él... Sonríe al recordar al cabo Maqueda, al Rata, al Poli, y al Mula II -su hermano mayor, el Mula I, había caído de un bayonetazo en los riñones en la toma de Navalvillar de Pela- pero sobre todo se fija en su mejor amigo, no sólo de todo el 2º Escuadrón, sino de toda su vida; el hermano que nunca tuvo, Adolfín, amigo del pueblo con el que se alistó de los primeros, en la Brigada de Caballería de Andalucía. Poco después de esa foto, en la toma de la Bolsa de La Serena, la metralla de una Lafitte le arranco la quijada de cuajo. Entre tanta sangre, parte de su lengua le colgaba como una corbata. El pobre estaba todavía vivo cuando Miguel descabalgó y pudo atenderle. Tenia ojos de pavor porque no era capaz de articular palabra, solo podía emitir un espasmo gutural y gorjeante. Menos mal que murió por la pérdida de sangre, allí mismo, entre sus brazos. Hubo alguno que sobrevivió a la guerra tras perder la mandíbula, y se pasó toda la vida callado, siendo espanto de niños, encerrado por los suyos, durmiendo de día para salir de noche.

-Viva la quinta del biberón- farfulla.

Pasa página y llega a las fotos de su boda. Se enternece y sus ojos tiemblan. Lourdes aparece preciosa, tan blanca y tan pura, y con una mirada tan dulce que le aporta aún más calor que ése sol que empieza a ocultarse. Él va de uniforme -era el mejor traje que tenía- y aparece alto, moreno, guapísimo, y con una sonrisa que parece una enorme rodaja de sandía. Habían aprovechado uno de sus escasos permisos, pues ninguno quiso esperar a que terminase la guerra para casarse, por si Miguel no podía volver. En una guerra nunca se sabe. Adolfito fue a la boda, y sale en algunas fotos, la mar de contento; quién iba a decir que unos meses después... También mira con nostalgia a su madre, que con su mejor traje lo lleva del brazo, y a su padre con su eterno cigarro que le llevó a la tumba, sus hermanas, sus tíos... Ya no queda nadie. Se fija de nuevo en Lourdes; ella ha sido la mujer de su vida, la única, a la que le debe haber tenido una vida plena y que le ha dado cuatro hijos sanos y que fueron muy buenos chicos, aunque ya se hayan olvidado de él. La echa de menos mucho, muchísimo y tras casi 70 años de matrimonio, no es capaz de idear un mundo sin ella. Por eso quiere morirse. La semana pasada hizo un año que se fue, y aunque de broma habían pactado que ella tenía que morirse antes, ahora no se conforma, y se enfada, y quiere deshacer el pacto... pero ya no es posible. Ya nada es posible sino esperar.

-El amor ha sido la única constante en nuestras vidas- Farfulla.

La cuidadora de la residencia le coge el álbum de fotos y le seca una lágrima sin miramiento, como quien limpia un escupitajo en un cristal. Es la hora de cenar y ya es el turno de Miguel. Hoy otra vez sopa.

Mañana volverá a repasar su vida, en soledad, como todas las tardes, desde que Lourdes murió.

 

 


 

 

Como el sol 

 

 

 
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