AGITADORAS

 

PORTADA

 

AGITANDO

 

CONTACTO

 

NOSOTROS

       

ISSN 1989-4163

NUMERO 114 - VERANO 2020

 

Horas Sobrantes y Textos Muertos

Inés Matute

Al confinamiento le sobraban horas, esperas, incertidumbre. Parecíamos tener todo el tiempo del mundo para hacer bizcochos, ordenar armarios, barnizar esa silla que podría llegar a tener una segunda vida. Hablar por teléfono con gente separada de nosotros por miles de kilómetros y experiencias muy diversas. Pero pasaban los días y seguían sobrando horas y engordando el insomnio y las posaderas. Y llegó el momento de volver la vista a todos aquellos documentos que dormitaban a medio escribir en el disco duro. Hijos a medio criar, enfermos que no acababan de rehabilitarse.
Releer. Intentar volver a entrar en la historia, sentirla con aquel pálpito que la hizo nacer. Pero no. Era material muerto,  palabras que, también ellas, necesitaban no sólo de un respirador, sino de una traqueotomía de urgencia. Ni por esas. Rosa Montero, que en lo literario viene a ser mi alma gemela, lo expresó mejor que nadie en “La ridícula idea de no volver a verte”, un precioso homenaje a su pareja muerta, Pablo Lizcano.  Allá van sus palabras:
“Sólo he abandonado otra novela a medio hacer en toda mi vida. Sucedió en 1984 y en aquella ocasión llevaba un centenar de páginas. Las tiré, salvo las cinco o seis primeras, que publiqué a modo de cuento con el título de “La vida fácil” en mi libro Amantes y Enemigos. Esa novela no volverá jamás. Dejé de sentir a los personajes, dejaron de importarme sus peripecias, me cansé del tema. Para poder escribir una novela, para aguantar las tediosas y larguísimas sentadas que ese trabajo implica, mes tras mes, año tras año, la historia tiene que guardar burbujas de luz dentro de tu cabeza. Escenas que son islas de emoción candente. Y es por el afán a llegar a una de estas escenas que, no sabes por qué, te dejan tiritando, por lo que atraviesas tal vez meses de soberano e insufrible aburrimiento al teclado. De modo que el paisaje que atisbas al empezar una obra de ficción es como un largo collar de oscuridad iluminado de cuando en cuando por una gruesa perla iridiscente. Y tú vas avanzando con esfuerzo por el hilo de sombras de una cuenta a otra, atraída como las polillas por el fulgor, hasta llegar a la escena final, que para mí es la última de estas escenas de luz, una explosión radiante. Por cierto que cada novela tiene pocas perlas: con muchísima suerte, tal vez diez. Pero incluso puedes apañártelas con cuatro o cinco, si son lo suficientemente poderosas para ti, si son embriagadoras, si las sientes tan grandes que no te caben dentro del pecho y te dices “yo eso tengo que contarlo”. Porque, de no hacerlo, presumes que la escena estallaría en tu interior y terminarías sacando chorros de vapor por las narices.

Y lo que sucedió en aquella novela de 1984 es que las bombillas de la verbena se apagaron. Se acabó la necesidad, el temblor y el embeleso. Fue un verdadero aborto, y además tan tardío, digamos metafóricamente que de unos cinco meses, que mi salud literaria se resintió; me capturó La Seca, como decía Donoso, y pasé casi cuatro años sin poder escribir. Un maldito infierno, porque al perder la escritura perdí el nexo con la vida”.

 

 

 

 


 

 

Ines 

 

 

 
@ Agitadoras.com 2020