De Entretanto, en algún lugar
El Desvelo Ediciones. Mayo 2020
Las nubes negras con borde amarillo se rompieron contra las montañas como si fueran cáscaras de huevo, y la luz se desparramó hecha clara y yema dentro del valle. Yo todavía seguía electrizado e imantado. Podría pensarse que mi cuerpo era de hierro y níquel.
Lo había visto un cuarto de hora antes, en el área de servicio de la autopista A-8, mientras esperaba turno en la cola de la cafetería self-service. Era delgado y huesudo como un insecto palo. Su cara triangular reforzaba el efecto de lepidóptero, su nariz griega le añadía un porte digno, y sus cejas oscuras resultaban un acento, una tilde para subir el énfasis de su expresión neutra. Llevaba jeans negros y un jersey pegado de cuello perkins gris marengo. Esperaba su turno en posición tan erecta que podría servir su espalda para nivelar la pared. Una figura apenas real, poco humana. Desde su estatura no miraba a nadie ni parecía concentrado en nada. Se limitaba a permanecer elevado en el aire del autoservicio como si los cuatro puntos cardinales lo sujetaran y lo enderezaran. Yo no era capaz de despegar mis ojos del insecto palo. Imaginé cómo sería tocarlo, lo mismo que un niño siente el impulso de atrapar una lagartija solo para apreciar su pequeña naturaleza diferente. Imaginé sus aristas cortando mis dedos igualque un cuchillo afilado. Porque eran filos sus huesos, no ángulos. Toda una hipérbole de la ligereza y del riesgo. No quería mirarlo más por si él bajaba su vista y me atrapaba en mi silla como un insecto mayor atrapa a la mosca de un lengüetazo. Por eso le lanzaba pequeños vistacitos mientras me fumaba un cigarro a grandes bocanadas. Al ver que él seguía en calma, empecé a demorarme en detalles cada vez más nimios: los ojos en forma de hoja de roble, la media melena ondulada del color de la hojarasca seca, los largos dedos con los que tecleó una sola vez en el móvil. Y también una vez solo tropezaron sus ojos de roble con los míos. Un microsegundo, si existe esa medida. Fue un instante en el que me sentí más consciente por dentro que por fuera. Desapareció la carne y se tocaban mis neuronas, humores y cartílagos como si mi cuerpo fuera un paisaje de cielo, tierra y agua.
Puede que recordar ese estremecimiento me impeliera a maniobrar para bajar de la autopista y desandar la decena larga de kilómetros hasta regresar a la estación de servicio. Mientras tanto me preguntaba por qué razón se envalentonaba mi yo cuando iba subido a un vehículo. Ante el mundo detenido, sucumbía. Quizás mi espíritu se petrificaba ante las normas. Ahora estaba en modo tregua. Podía escuchar mis pensamientos por encima del ruido del coche, de la autopista y del mundo que nunca calla. Podía escuchar también cómo mi corazón acelerado se adelantaba a mis actos. No podía imaginar nadamás allá de volver a mirar al bicho, y quizás rozar alguno de sus filos. Me parecía que el aire habría de llenarse de un gas ligero, más semejante al helio que al nitrógeno. Helio y oxígeno. Me parecía factible pasarme el resto de mis días rozando las aristas, flotando en la vida. Por eso tenía que jugármela.
Y volví allí. Y no tuve que rebuscar ni sufrir. Lo vi sentado en un escalón de la entrada al bar, con las finas y largas patas encogidas como a punto de dar un salto. Cualquiera diría que estaba esperándome.
Se acababa marzo. La arboleda que crecía a la orilla de la autopista empezaba a revivir con ese color de verdura fresca que enciende los sentidos. Yo estaba de pie junto a la puerta del coche cuando los ojos en forma de hoja de roble cayeron flotando sobre los míos. Y después de demorarse en mirarme, los ojos de roble miraron en dirección a la arboleda.