Nosferatu
Vicente Muñoz
Muchas y muy diversas han sido a lo largo del tiempo las adaptaciones a la pantalla grande de Drácula, la célebre novela de Bram Stoker, pero ninguna, quizás, tan poética y enigmática como Nosferatu (1979), de Werner Herzog, que representa a la perfección el espíritu atormentado y romántico del libro.
Más fiel, no obstante, a la versión de Murnau de 1922, inmortal e Imperecedera, que a la propia novela, Herzog factura una película maravillosa y evanescente, expresionista y morbosa, como fuera del espacio y del tiempo, que atiende más a lo melancólico y crepuscular que a lo puramente terrorífico, y llena de saudade y tristeza el corazón.
Klaus Kinski, impresionante en su papel de vampiro, Isabel Adjani, etérea y sublime, y Bruno Ganz, lánguido y enfermizo, encarnan a los tres personajes principales de la narración de Stoker, y dirigidos por la batuta prodigiosa de Herzog erigen este tenebroso laberinto de pasiones, sentido homenaje al género.
Uno tiene la sensación, al ver la película, de estar inmerso en una pesadilla, sin dormir pero soñando (que diría Poe), entre fantasmas y ratas (cientos de ratas), luces y sombras y amenazadores presagios, en parte debido a la brumosa fotografía, como de camafeo decimonónico, y en parte también por el vestuario, música y puesta en escena, decadente y sublime donde las haya.