Comentario al reportaje “La balsa”, en CineDoc. en el que los supervivientes del experimento relatan, cuarenta años después, su percepción y valoración del experimento.
Conocí a uno de los participantes en el experimento de la balsa Acali, por casualidad, en Madrid, en una fiesta en casa de Cristina Alberdi, a finales de los 70. Se trataba de un joven antropólogo uruguayo, Jose María Montero, con el que trabé inmediata simpatía en el interés común por ciertos temas.
Yo estaba obsesionado entonces con la historia y el derecho (que ejercía en el despacho laboralista de Atocha 55 y desde el que pretendíamos crear un “mundo nuevo”) y su reverso, es decir, la violencia que aún estaba patente en los agujeros de balas en la sala de espera del local. Había dos registros o grupos horizontales de impactos: uno a la altura del pecho y otro en los asientos corridos y el suelo, destinados a rematar a los caídos en la primera ráfaga. Mi obsesión se extendía al estudio de la historia y la barbarie de la Guerra Civil, de la II Guerra Mundial; las masacres nazis y, ¡ay! de los soviéticos… y, después, VietNam, Afganistan… la violencia que no cesa. Me preguntaba si tenía razón C. G. Jung cuando afirmaba que “el mundo es un campo de batalla, siempre lo ha sido y siempre lo será” y, en definitiva, por sus causas. Yo pensaba que quizás las capas inferiores de la mente humana, bajo un barniz de cultura y civilización, fueran de reptil.
Fue en 1973. Recuerdo que los medios habían calificado el experimento de la balsa Acali como la “balsa del sexo” o “Sexperimento”, etc., pero yo sabía que (sin que se excluyesen entre sí) uno de los objetivos era el estudio del comportamiento humano, y concretamente, de la violencia. La expedición había sido concebida y diseñada por el acreditado antropólogo mexicano (hijo de exiliados españoes) Santiago Genovés, y consistía en aislar un grupo de individuos, de ambos sexos, de muy diferente extracción, nacionalidad, idioma, raza y religión, en un medio adverso, como es el mar, en un espacio limitadísimo: una balsa de doce metros de eslora, sin intimidad ninguna, durante tres meses en navegación entre Canarias y México, a fin de estudiar su comportamiento. Fundamentalmente, harían de conejillos de indias.
Así, la conversación con Montero giró en torno a las mil anécdotas de la navegación; las escasísimas virtudes marineras de la balsa, impulsada en exclusiva por una vela cuadra que debía recoger los vientos alisios, la época del año; las condiciones de la mar y la muy probable llegada al Caribe en medio de los tifones, ¡no había barco de apoyo!; fundamental, el mando en la balsa; las cuestiones de higiene, de intimidad (el water estaba a la vista de todos); también las relaciones sexuales, de amistad; los turnos en la navegación, posicionamiento, comunicación con tierra, cocina, conservación de los alimentos, el agua, etc.
En cuanto al comportamiento y, específicamente, la violencia, según Montero, simplemente, no se había producido; no existió ningún conflicto que desembocase en agresión ninguna. Pero, en un momento dado, el antropólogo, mirando pensativo al infinito, afirmó: “Bueno, en realidad, las circunstancias, acontecimientos y conclusiones en ese aspecto que se derivan del experimento no son publicables”.
Y mi amable insistencia para que revelase su percepción de este tema fue inútil.
Ahora, cuarenta años después, un excelente reportaje sueco, recrea el experimento, entrevistando, en torno a una fiel reproducción de la balsa, a varios de los supervivientes, entre ellos la capitana de la expedición, una marino profesional. Y creo que dan respuesta a la afirmación de Montero sobre la imposibilidad de publicar los acontecimientos y conclusiones de lo que allí ocurrió.
Según estos, Genovés había seleccionado individuos de ambos sexos, jóvenes, atractivos y sexualmente activos, precisamente para que hubiera relaciones sexuales, competencia y conflicto. De hecho, los antecedentes del experimento era la agresividad surgida en un espacio limitado entre diferentes grupos de ratas.
La cuestión fundamental que se plantea, a mi modo de ver, es que Genovés había elegido un medio, el mar, que garantizaría que nadie pudiera huir o apartarse del experimento, cosa posible incluso en un medio tan adverso como el desierto. Pero el hecho de que fuese una travesía concreta, en un medio concreto, una balsa con muy escasas virtudes marineras, implicaba toda una serie de técnicas y responsabilidades específicas al medio, por lo que el mismo Genovés, con buen criterio, seleccionó a una marino profesional sueca que ejercería de capitana, mientras él mismo coordinaba el estudio psicológico.
Pero, según narran los supervivientes, a media travesía, el malestar de Genovés era patente, manifestando su queja sobre la escasa interactuación entre los miembros y, según la versión de aquellos, la ausencia de conflictos.
Entonces, -siempre según la versión de los antedichos- Genovés comenzó a provocarles, malmetiéndoles, descubriendo manifestaciones contrarias de los unos contra los otros que constaban en las entrevistas personales, instándoles a mantener más relaciones sexuales, incluso, según una de las participantes, hubo incluso insultos.
A todas estas, ya llegaban al Caribe y hubo un aviso muy serio por radio de que se aproximaba una durísima tormenta tropical, por lo que la capitana, perfectamente sabedora que la exigua balsa resultaba una trampa mortal, decidió que había que refugiarse en la isla más próxima.
Genovés se negó en redondo.
Arguyó que para eso estaban allí, para poner a prueba el comportamiento humano ante situaciones difíciles y aún mejor, peligrosas y que seguirían adelante pasase lo que pasase.
Entonces, la capitana manifestó su frontal oposición a tal decisión y que no se hacía responsable de tamaño riesgo.
Y entonces Genovés la destituyó.
Y allí comenzó el conflicto, aunque no en la dirección prevista. La capitana, en el actual reportaje, afirma muy seriamente: “Fue un motín. Y la pena, de toda la vida, a un motín en la mar, es la pena de muerte”.
Afortunadamente, la tormenta se desvió y solo les alcanzó la cola. Pero el consenso se había roto. Según los supervivientes, Genovés se comportó al modo de la Gestapo, al modo de dictadura pura y dura y había puesto en grave riesgo sus vidas.
La tensión llegó a tal extremo que, según narran, -y creo que este es el aspecto que Montero declaraba impublicable- los participantes realizaron reuniones para acordar nada menos que la muerte de Genovés. Alguno propuso un accidente, del tipo “ponte un poco más a la izquierda…” mientras otros le empujaban al mar. Otra propuso una inyección mientras dormía, con la condición de que todos presionasen para repartir la responsabilidad colectivamente.
Afortunadamente, ganó la racionalidad y no se llegó a ejecutar plan de homicidio ninguno, quizás, porque hubo un suceso que cambió de nuevo las tornas.
Un atardecer, vieron, evidentemente tarde, aparecer un barco mercante que mantenía, sin dudarlo, rumbo de colisión contra la balsa. Entonces, ante el peligro inminente y, desde luego, fatal en caso de colisión, tomó de nuevo el mando la capitana y de inmediato dio órdenes para dar aviso por radio, bengalas, cambio de rumbo, dentro de las limitadas posibilidades de la balsa, etc. En el último minuto, a punto de producirse la tragedia, el mercante logró detenerse.
Se habían salvado por los pelos, pero el incidente repercutió en la relación a bordo, la capitana había recuperado el mando por consenso generalizado. Entonces fue Genovés el que se retiró. Cayó enfermo o, según algún participante, fingió estar enfermo y permaneció en silencio y ajeno a todo hasta el final de la navegación.
Los supervivientes, en el reportaje, afirman emocionadamente las intensas relaciones de amistad, respeto y tolerancia que se desarrollaron entre ellos a lo largo de 100 días, amistad que perduraría después a lo largo de los años.
La paz y la concordia había sido posible. El problema lo había creado el científico.
Para los participantes, el experimento había sido un éxito. Para el científico, un fracaso.