La enfermedad se arrima a los dolientes
como el agua a la esponja o al desagüe.
Los dolientes reclaman el contagio
como un callo en el pie la piedra pómez.
Los dolientes requieren de castigo,
dolor que dé sentido a su lamento.
Y el momento es alguno:
siempre hay algún dolor del que quejarse.
Siempre lo hay, no cabe dar excusas
ni lanzar desafíos.
Solo cabe callar, por si el dolor
pasaba despistado, por si escampa
la peste o la gangrena o el catarro
y aún no es el momento.
Por el camino, las penalidades
acosan a los tristes mutilados.
Algunos son esponjas de miseria
que desean la muerte.
Otros gastan sus fuerzas en bravatas
y se caen, rendidos, bajo el cuervo.
Unos pocos padecen en silencio,
no pregonan el duelo, disimulan,
acogen el recuerdo de otros días
como bálsamo absurdo y legendario,
recogen los zapatos del caído,
aprietan bien los dientes, dan más pasos,
el mar, la patria, el pan, la piel, el vino,
soy ese animalillo malherido
que lucha por instinto y sobrevive,
soy todo un hombre, y nada más que un hombre
con su memoria triste,
y el infierno me espera en forma de ave
colgado de la percha de esa rama,
midiendo de reojo, mientras roe
el hueso de un hermano,
la longitud exacta de mi sombra.