Las modas llegan y se van. Algunas nos dejan una huella más memorable, otras son más histriónicas que valiosas; pero todas, sin excepción, cumplen su tarea histórica o estética y luego, agotado su influjo, se aletargan o mueren. Le pasará al actual boom de la novela negra y, también, a la llamada “autoficción”, que es moda vieja pero rebautizada. Objetivamente hablando, da igual que los escritores usen episodios de su propia vida para construir novelas o que las diseñen y edifiquen con materiales ajenos, extraídos de la realidad o de su imaginación, porque lo que interesa a los lectores y a la Historia de la Literatura es que dichas novelas se erijan en textos notables o incluso trascendentes… Miguel Ángel Hernández Navarro (Murcia, 1977) acaba de publicar en el sello Anagrama El dolor de los demás, cuyo punto de partida es estremecedor y aparece resumido en las dos primeras líneas de la contraportada: “En la Nochebuena de 1995, el mejor amigo de Miguel Ángel Hernández asesinó a su hermana y se quitó la vida saltando por un barranco”. El aroma autobiográfico es tan evidente que no será preciso subrayarlo. Pero lo que sí que conviene subrayar de inmediato es que el autor ha conseguido trascender la etiqueta de la moda y componer una novela de admirable factura, donde son miles las emociones y miles los detalles que dotan al texto de densidad e interés: su descripción de ambientes urbanos y rurales; la fina disección psicológica que lleva a cabo; las reflexiones sobre la fe y la rutina; la crónica misma de su búsqueda de explicaciones… Situándose en varios planos narrativos y temporales, que va alternando con enorme eficacia, consigue que los lectores participen no solamente de su perplejidad o de su indagación preterida, sino también de su dolor. Porque ahí reside, en mi opinión, lo más acertado y lo más brillante de la novela, siendo toda espectacular: que Miguel Ángel Hernández logra impregnarnos de su tristeza, de su desgarro, de su zozobra. Leemos y somos incapaces de distanciarnos de la historia y de las emociones que la salpican. Por un acto de magia narrativa, sentimos que estamos mirando al autor por encima del hombro, mientras éste escribe; o que lo acompañamos mientras lleva flores a un cementerio, visita dependencias judiciales, toma cerveza en El Yeguas para entrevistarse con alguno de los implicados o camina hasta el borde de un abismo al que lleva muchísimos años sin querer aproximarse… Algunos lectores, además de los datos biográficos de Miguel Ángel Hernández que figuran en la solapa, sabemos que su esposa se llama Raquel, y que es amigo de Leonardo Cano o Diego Sánchez Aguilar, y que estuvo en Ithaca, pero ocurrirá dentro de un siglo que las personas que tomen el volumen entre sus manos ignorarán si esos datos eran fidedignos, y entonces será cuando no importe la etiqueta de “autoficción”, pues la obra habrá alcanzado el rango que yo, en mayo de 2018, tengo clarísimo: que se trata de una narración sobrecogedora, magistral, pura y memorable. Gracias, Miguel Ángel, por contar. Y lo siento, Miguel Ángel, porque tuvieras este tema para contar.