para mi hijo Björn Erik Meling Aragón.
Nacho Arce miró la alacena de su destartalada cocina, en cuyos entrepaños quedaban dos paquetes de macarrón agujereados por los ratones, y una lata de tomate llena de excrementos de moscas. Era todo lo que tenía para comer. Los frijoles se habían acabado y el arroz lo tenía que compartir con la que era su tesoro más preciado en aquellos momentos, una gallina jabada culeca. Nacho le había a puesto a su gallina la última docena de huevos que juntó aguantándose las ganas de comer huevo frito como desayuno. Mientras su gallo y dos pollos pespelacos comían lo que encontraban picoteando entre las piedras de los alrededores. La harina estaba llena de gorgojos, cacas y miados de ratón; y sólo había una embarrada de manteca en el bote.
Lo más probable era que su compañero de andanza, Urbano Murillo, anduviera borracho por San Telmo de Abajo y tardaría en regresar con provisiones a Oso Viejo, pero Arce no quiso acompañarlo. ¡Cómo iba a dejar a su gallinita echada! Sabía a la perfección que los pollitos saldrían a los veintiún días exactos, y no quería dejarla por ningún motivo. Nacho se mesó los cabellos y la barba de días. Tenía hambre y no deseaba salir a cazar alguna liebre o conejo por los cerros; apenas le quedaban unos cuantos tiros del 22 y el sol calaba fuerte. Dio un suspiro muy hondo. Miró hacia afuera de la casucha de chamizos y adobe parado, y enfocó la vista en la destartalada polveadora de madera que se resecaba bajo el sol inclemente de junio, en las bandejas y el equipo con el que él y Urbano salían montados en sus burros a buscar oro por todos los sitios en los que sospecharan de su existencia, o de piedras finas, lo mismo daba.
Cuántas veredas recorridas, cuántos cañones explorados hasta aprenderlos de memoria, arroyos, placeres, túneles, vestigios de otras búsquedas en cientos de kilómetros a la redonda. El paisaje desértico y montañoso les había surcado las caras, agrietado las manos y enjutado los cuerpos. Habían agotado la juventud por los caminos de Baja California, y sus montañas, sus desiertos y sus mares, siempre en búsqueda del más precioso de los metales.
Quien ha encontrado una chispa alguna vez, queda atrapado en su brillo, en el color y la belleza, pero sobre todo en el valor; y lo seguirá buscando toda la vida. Será su pasión, lo amará más que a la mujer más bella y tal vez que hasta a su madre. Cuántos gambusinos no han sido devorados por el desierto buscando oro. Las víboras de cascabel se esconden entre los matorrales, los precipicios son traicioneros, el sol tatema el cerebro y la sed, el hambre y los gases de las minas viejas son asesinos. Tantos peligros y sinsabores para encontrar sóla unas cuantas pepitas que daban para mal vivir y para una que otra borrachera.
Cansados de su andar, Nacho y Urbano levantaron aquella casucha en Oso Viejo, al pie de la Sierra de San Pedro Mártir, con las intenciones de tener un sitio seguro para pasar los crudos inviernos. Las heladas negras que secaban todo lo verde les impedía acampar a campo razo, y las lluvias y las nevadas les provocaban intensos dolores a sus maltratados esqueletos; no era agradable dormir a la intemperie. La tierra de Oso Viejo no era de nadie. Se sabía que por allí anduvieron otros buscadores de oro en tiempos muy antiguos, pero no era de los lugares afamados y legendarios como ricos en el dorado metal, aunque había rastros de escarbaderos que apenas se notaban de tan viejos. Tal vez de cuando anduvieron los primeros exploradores y de cuando, quizá hubo osos caminando en estas tierras, si no de dónde aquel nombre de Oso Viejo.
Las tripas de Nacho gruñían. Se sentía desguanzado y con las piernas flojas. A punto de pararse a preparar un poco de macarrón vio a uno de los pollos pespelacos que picoteaba entre la tierra, más allá de la entrada, y una idea fulminante se apoderó de su atención y su voluntad: ¡No prepararía macarrones! ¡Comería caldo de pollo!
El deseo de tomarse un rico caldo le devolvió las fuerzas para perseguir y atrapar al pobre animal, que confiado seguía buscando insectos entre la tierra, y pedruzcos que le ayudaran a digerir lo que comía: semillas, gusanos o insectos.
Las pocas plumas del pollo volaban y el esquelético perro devoraba ansioso las tripas de las que Nacho apenas guardó el corazón, el hígado y la molleja. El animalillo cortado en piezas fue a dar al cazo de agua hirviendo junto a una cebolla y un diente de ajo, que habían respetado los ratones; añadió el higado y el corazón, y por último abrió la molleja para limpiarla de restos de piedras y semillas. Al vaciar el contenido sobre la bandeja cayeron seis diminutas pepitas de oro que brillaron al sol de mediodía. Nacho volteó hacia los escarbaderos vecinos, y ya venían el gallo y el otro pollo pespelaco. Su corazón le dio un brinco de puritita alegría.