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ISSN 1989-4163

NUMERO 94 - VERANO 2018

I Have Four Children

Luis Ansorena

    El rostro de Félix, nuestro guía tanzano, era imperturbable. El único momento, durante los cinco días que habían transcurrido del ascenso al Kilimanjaro, en el que vi a Félix alterar su habitual expresión hierática fue cuando, en el último tramo, cruzando un estrecho paso helado entre la montaña y el glaciar, resbaló, sin darle tiempo a sujetar el piolet que llevaba a la espalda, y a punto estuvo de caer al abismo, mil metros más abajo.

Durante estos cinco días, Félix había mantenido la misma expresión; distanciada, impasible, tirando a altanera. El severo semblante que exhibió desde el primer momento, ya en las presentaciones en Arusha, -cuando nos dijo que su nombre tanzano era muy difícil para nosotros y pidió que le llamásemos Félix-, se acentuó por culpa de uno de los expedicionarios, una médica valenciana, acompañada de un sumiso marido con los que la organización nos había juntado a mi amigo Juan y a un servidor que se empeñó, tozuda, en marcar el ritmo de ascensión.

Efectivamente, nuestro guía, además de comandar a los porteadores, controlar estrictamente las raciones de comida, la ingestión de agua, nuestra vestimenta, e incluso el color de nuestra orina, sobre la que nos preguntaba todos los días, tenía como natural función la de abrir la marcha y señalar la cadencia del paso, indicando los momentos de descanso y los tramos a cubrir para llegar oportunamente, antes del anochecer, a un refugio determinado de los que jalonan la ladera de la gran montaña. Pero, Concha, -pongamos que así se llamaba la interfecta-, afirmó que ella era médico, que había estudiado muy bien –“científicamente”-, la ascensión y que el ritmo imprimido por nuestro guía era demasiado rápido, lo que, -añadió, con acento profético- no daría tiempo a nuestro cuerpo a producir los suficientes glóbulos rojos para soportar la ascensión y padeceríamos el mal de altura, del que –concluyó- de entre los ingenuos que se creen la ausencia de dificultad que anuncia la publicidad turística, mueren todos los años en esta montaña de tres a seis personas.

Y, desde ese mismo momento, Felix y Concha, se odiaron cordialmente.

Naturalmente, Félix continuó en cabeza, estirando la línea lo que podía, viéndose obligado a detenerse de vez en cuando para que nos pusiésemos a su altura. Porque Concha no cedió y los demás no tuvimos agallas para contradecirla. A mí, personalmente, me encantaba esa lentitud, porque me permitía admirar los maravillosos parajes que íbamos atravesando. Pero Félix, notoriamente contrariado, se aisló del grupo, hasta el punto de que, incluso a la hora de comer, una vez que había ordenado a los porteadores el reparto de las correspondientes raciones, hacía un aparte y comía en solitario.

Por todo ello, no tuvimos con nuestro guía relación alguna durante toda la ascensión, lo que me molestó bastante, porque no hay duda de que uno de los objetivos de todo viaje es conocer a sus naturales. Solo se dirigía a nosotros para hacernos las consideraciones oportunas en torno a las condiciones técnicas adecuadas para evitar los peligros que impedían a los dos tercios de todos aquellos que lo intentaban hacer cumbre a casi 6.000 metros de altura: la hipotermia, la deshidratación, la insolación o la posibilidad de edema; advirtiéndonos que tenía la obligación de ordenar la evacuación inmediata de cualquiera que comenzase a tener los síntomas de los susodichos males, que aumentaban con la altura, sobre todo, el dolor de cabeza persistente que indicaba la cercanía de edema cerebral y requería bajar con urgencia al desgraciado hasta la base.

Solo el segundo día, cuando ya habíamos abandonado la selva, intenté un acercamiento a nuestro guía; aceleré el paso y me puse a su altura, procurando entablar conversación. Pero mis comentarios eran contestados lacónicamente, casi cortante. Probé entonces a intimar un poco, narrándole cuestiones personales, sobre las que no mostró ningún interés. Hasta el momento en el que le pregunté cuántos hijos tenía. Sin mirarme, hizo un casi imperceptible gesto de desaprobación y, simplemente, no me contestó. Azorado, supuse que había cometido una inadmisible intromisión, me reincorporé a mis compañeros y no volví a intentarlo.

Al mediodía del quinto día llegamos sin problemas a los 4.500 metros. Allí debíamos descansar en un precario refugio hasta iniciar el ascenso final hasta la cumbre. Pero ya durante el anterior tramo, Juan había comenzado a sufrir un dolor de cabeza que fue progresivamente en aumento, hasta demudarle la expresión, cosa que no pasó desapercibida para Félix que le requirió al efecto. Juan, para mi preocupación, pues era signo evidente de mal de altura, negó tal cosa. Y es que mi amigo era muy deportista y competitivo y, solamente pensar que no iba a hacer cumbre, mientras que yo mismo, -que estaba disfrutando enormemente de la intensa belleza del entorno y en realidad me importaba un bledo pisar allá arriba-, iba a seguir adelante mientras él esperaba en el refugio, le sacaba de quicio. Por fortuna, la pareja de médicos le proporcionaron un preparado farmacéutico que llevaban al efecto que le hizo desaparecer el dolor como por arte de magia.

Así, sin mayor problema, iniciamos el tramo final, de 1.500 metros en vertical, a las veintitrés horas del mismo día, a fin de evitar la insolación, con un frio intenso y un viento en aumento, subiendo trabajosamente en zigzag, con un oxígeno cada vez mas escaso, por estrechos senderos de piedra suelta que provocaban un efecto semejante a caminar por la arena. Y  hete aquí que resurgió el desentendimiento entre el guía y Concha, pero justo al revés. A ella le había entrado una extraña prisa por concluir, por lo que, en el primer descanso, protestó enérgicamente, alegando que a este ritmo jamás haríamos cumbre, sin que nuestro razonamiento en el sentido de dar toda la confianza al guía le sirviese de mucho. Félix ni se inmutó. Simplemente, hizo como que no la había oído. Y continuó su cadenciosa ascensión, reiterando que debíamos procurar pisar exactamente en los lugares que pisase él, ordenando los descansos que tuvo a bien, -aproximadamente uno cada hora-, sobre todo para rehidratarnos  e ignorando el constante rezongar de nuestra incómoda compañera.

A las siete de la mañana, por fin, bastante agotados, llegamos a lo que parecía la cumbre, en donde pudimos contemplar un amanecer espectacular, pues una intensa luz dorada desvelaba a nuestros pies toda la belleza de un inmenso territorio africano.

Pero aquello era el Gilsman’s Point, a 5.685 metros de altura. ¡Faltaban dos horas más de ascenso hasta la cumbre, el Uhuru Pick!

Iniciamos de inmediato la marcha, ahora por terreno en suave ascensión, pero con un aire muy escaso, una temperatura de veinte grados bajo cero y un viento endiablado que redoblaba la sensación térmica. A Juan y a mí se nos congelaron las botellas del agua y no pudimos beber en todo el trayecto; además, nos habíamos provisto de guantes preparados para menos quince grados, por lo que comenzamos a tener síntomas de congelación. Uno tras de otro, inclinados contra el viento, sobre un terreno helado, caminábamos apoyados en nuestros  bastones, como un extraño animal de veinte patas desiguales, con la lentitud del caminar de los escafandristas por el fondo marino.

Nadie tenía fuerzas para decir nada. Solo oíamos nuestra profunda respiración. Al fin observamos que a unos centenares de metros, se hallaba el cartel que indicaba la altura máxima, lo que aceleró un poco nuestro ritmo. Y, de pronto, Concha soltó un grito apagado y cayó de rodillas, exhausta. Y comenzó a llorar desconsoladamente.  Su esposo intentó levantarla, pero el esfuerzo le hizo tambalear; entonces actuó Félix quien, demostrando una enorme fortaleza, la sujetó, levantándola y la llevó casi en volandas, teniendo que sufrir, la pobre, la humillación de que aquel hombre tuviera casi que obligarle a caminar, arrastrando los pies, como si estuviese borracha.

E hicimos cumbre.

Los cuatro lloramos un poco, de emoción y de agotamiento. Félix, frío y distante, nos dio la enhorabuena. Y, tras descansar unos minutos, Concha bastante recuperada y unas azarosas fotos, porque era imposible tener las manos fuera de los guantes más de tres segundos, iniciamos el descenso, dado que los peligros antedichos se agudizaban con la permanencia.

El descenso resultó ser igualmente un tormento, en un estado de supremo agotamiento, sucios y soñolientos después de no haber dormido en cuarenta y ocho horas. Menos Félix que parecía venir de dar un paseo. Pero lo completamos sin mayor problema. Así, cuando al atardecer por fin divisamos el hotel, con su piscina de aguas cristalinas y la promesa de una buena cena, tras haber conseguido el objetivo, nos entró una euforia loca.

En ese momento, a las puertas del hotel, tal fue mi alegría que inicié un improvisado baile, al ritmo de la primera canción que se me vino a la mente: wen the lion sleep tonight, versión Mirian Makeba.
 Y, de pronto, se produjo el milagro.

Con un grito gutural y un salto en mi dirección, Félix se puso a bailar enloquecidamente, con una sonrisa de oreja a oreja, pateando el suelo, doblando el cuerpo hacia tierra y de inmediato mirando al cielo, mientras que cantaba la canción, que, por cierto, conocía perfectamente.

Concluimos nuestro baile y, hermanados, nos abrazamos. Entonces, Félix, mirándome por primera vez a los ojos, me dijo, i have four children.

Y, de inmediato, recuperó la compostura. Había llegado el momento de tratar sobre sus honorarios y despedirnos de nuestro impasible guía.


Kilimanjaro

 

 

 

 

 

 
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