No tenía, en 1968, la edad adecuada como para levantar los adoquines en busca de las playas de París: esas playas que existían en París, Nueva York, Londres, quizá en Berlín, pero no, no todavía en Madrid, Barcelona o Valencia. En la España amordazada y contradictoria de aquellos años las playas bajo el asfalto tuvieron que esperar, como tantas, tantísimas otras cosas, a que Franco se muriera en su lecho rodeado de su equipo médico habitual para que, de alguna manera, afloraran las ideas (y también la espantosa resaca) de aquél mayo mítico del 68 y, ya hacia finales de los setenta, el mundo nos pareciera también a nosotros un lugar tan hostil como entrañable, que debía ser cambiado y mejorado con urgencia: un lugar en el que había que empezar a hacer el amor, la filosofía, la creatividad, la pasión, el arte, la literatura y no la guerra. Eso hicimos. El amor y, me temo, también la guerra.
El problema es (ahora lo sé, ahora no lo sé) que nos olvidamos, por desgracia, de la economía, del trabajo, del salario justo, de las pensiones, del ir y venir a las fábricas con algo más que la dignidad y el marxismo dialéctico por bandera. Todo ese discurso ha pasado a mejor vida. O va pasando, poco a poco, al rincón trémulo de los recuerdos, al arcón olvidado en las buhardillas donde ya no vivimos porque no tenemos apenas nada que atisbar ahí afuera y nos vigilan, constantemente, las diversas policías del pensamiento organizado, las múltiples mafias de la diversidad, la raza, la lengua, el género, las constelaciones de masas dirigidas desde Twitter: el monstruoso espejismo de la realidad generado por hordas de bots a través de las redes sociales.
Cada mes de mayo recuerdo, y me sonrío o sonrojo al hacerlo, el año de gracia de 1968 al igual que las plegarias que, con motivo del mes de María (mayo en este hemisferio), veníamos a rezar en clase. Rezábamos mucho en clase, en efecto, pero lo hacíamos a la manera franciscana: con la levedad sonriente y complacida, monótona, de quien está pensando en algo más importante, valioso, enloquecido, quizá vibrante. Pero rezar nunca hizo daño a nadie. Yo sigo rezando, a veces, en busca de un Dios que intenta enfurecerme sin conseguirlo. Tenemos un pacto, pero sin condiciones, a tumba abierta. Si él disfruta hurtándome su presencia y esquivándome a todas horas, yo voy acumulando, acaso en trance bajo su flamígera influencia, muchísimos textos cuajados de silencio y también ausencias; multitud de diálogos rotos y, acaso, fragmentados; infinidad de preguntas que no añoran respuesta alguna; ingente material suficiente como para inspirar la escritura de estas líneas y de otras muchas que voy guardando bajo siete llaves hasta que les llegue la hora. La hora es algo que siempre llega.