Cuando era adolescente, leí en un libro de un autor renombrado de la primera mitad del siglo XX, cuyo nombre no recuerdo, que nadie debería publicar una novela antes de los cuarenta, ya que hasta esa edad las vivencias que se habían tenido no tenían el suficiente empaque como para escribir nada que tuviera cierta profundidad. Reconozco que los tiempos han cambiado mucho y que, gracias a los medios, las redes sociales y la facilidad y frecuencia de los viajes hoy día, muchos jóvenes que apenas superan la veintena han tenido probablemente más experiencias que los cuarentones de aquella época. Sin embargo, sí que es cierto que cuatro décadas siguen siendo importantes a la hora de reflexionar y sacar conclusiones más enjundiosas sobre esas experiencias. Por todo ello, me interesa especialmente cuando en mis manos cae un libro primerizo de un escritor de cuarenta o, como en el caso que me ocupa hoy, el de un cincuentón. Es el caso de Pound, de Javier Ibarrola.
Y como presuponía, es un libro excelente. La prosa es limpia, depurada y la historia (en realidad las tres historias que la recorren) es interesante, amena, enriquecedora y tiene esa característica que, bajo mi punto de vista, redondea un libro. No define todas las aristas del relato, sino que deja a la imaginación del lector la opción de crear los detalles apenas pincelados de las partes secundarias de la historia. Ibarrola no se lo da todo mascado al lector sino que, de modo inteligente, le anima a que sea él el que desarrolla la evolución de lo apuntado en el relato. Define las pistas pero, en contra de las escenas finales de las novelas de Agatha Christie, Ibarrola permite que sea el lector el que una cabos según su propia manera de ver el mundo.
Como digo, en la novela hay tres historias que se entrecruzan. El motivo principal es que, como afirma en una entrevista, el germen de la misma fueron dos relatos independientes que escribió y cuya fusión acabó convirtiéndose en Pound.
La primera historia es la relación entre un fotógrafo aficionado a la arquitectura y una enigmática mujer que formó parte de su pasado y marcó su vida. «El pasado nos aborda de improviso, regresa en momentos inesperados, como los primeros copos de nieve al final del otoño.» (Página 157). En esta historia, uno no puede dejar de ver un evidente rastro biográfico de Ibarrola que, a la inversa, es un arquitecto con más que probables aficiones a la fotografía. Las apuntes sobre arquitectura y fotografía pincelan el libro y enriquecen a cualquier lector no experto en esas dos artes. Por otro lado, es fácil imaginar que, como en la de todos, en su vida debió haber una mujer que, de algún modo, marcó una impronta que le acompañará hasta el día de su muerte.
La segunda es la relación del fotógrafo con un escritor famoso a quien se le atribuye el próximo Nobel y cómo a través de sus sucesivos encuentros preparatorios para la elaboración de un retrato, ambos van compartiendo intimidades de sus vidas a través de unas conversaciones que van creando un vínculo que va más allá de lo que suele ser habitual y acaba en una complicidad compleja entre ambos.
Por último, el puzle de la vida del escritor, cuyo apellido da nombre a la novela, marcado fundamentalmente por sus traumáticas vivencias de adolescencia durante la Alemania nazi debido a sus orígenes judíos y desarrollando una paulatina confesión de la degradación moral a la que tuvo que llegar forzado por su instinto de supervivencia. La II Guerra Mundial tiene un peso específico en la obra y sus reflexiones: «En una guerra solo puedes mirar los ojos de los animales. Los de los hombres son mucho más feroces.» (Página 51). Pero también es el relato de un testigo de la creación del muro de Berlín y las tragedias personales que generó y de uno de los múltiples alemanes que huyó de su país hacia América a fin de volver a partir de cero olvidando el tenebroso pasado del Tercer Reich. Y en medio de la historia de Pound, la recreación imaginativa de Ibarrola sobre el trasfondo que oculta la fotografía de la portada de la novela.
Esas tres historias están recubiertas por paisajes. Fundamentalmente Roma, Berlin y Nueva York. Es difícil –en especial en el caso de Roma– creer al autor cuando afirma en alguna entrevista no haber vivido en ninguna de ella, ya que su retrato de las mismas le da la autenticidad del verdadero amante de ellas.
Y bajo las tres historias, se adivina la reflexión del autor, ya superada la cincuentena, sobre el tiempo: la juventud, la vejez, la muerte…: «Si la juventud fue el miedo a perderlo todo, ahora tenía frente a sí el camino áspero y menos atormentado hacia la vejez.» (Página 131).
Como colofón, aquí y allá, Ibarrola nos regala reflexiones y metáforas que permiten reconocer al buen lector y al reflexivo hombre maduro que se esconde tras las estupendas páginas de Pound. Como muestra, varios botones: «Desapareció por la calle perseguido por una estela de silencio. El silencio sordo que sigue a la libertad cuando muere.» (Página 90). «Llamamos maldiciones bíblicas a las que son eternas: parir con dolor, vivir del sudor de alguna frente, la confusión de Babel… todo lo que, en definitiva, hace diferente nuestra vida de la de cualquier animal.» (Página 185). « El tiempo se había detenido, como siempre lo hace si se posa el silencio.». (Página 187). « Alguien que necesita dos bolsos debe de tener una vida compleja, pensé.» (Página 188) o « Me debería conformar con persistir en la sombra, con el consuelo de que el sol abrasa.». (Página 222).
En definitiva, Pound es una gran novela. Una sorprendentemente primera novela; bien construida y escrita y que nos deja con ganas de tener en nuestras manos la siguiente obra de Javier Ibarrola.