Como Borges, como Greene, como tantos otros que hubieran honrado el galardón en vez de que el galardón los honrara a ellos, Philip Roth estaba harto de no ganar el Nobel. Frente a las respuestas ingeniosas del argentino, que una vez dijo que no concedérselo se estaba convirtiendo en una tradición escandinava, y el mal humor del inglés, quien aseguró que los académicos suecos no lo consideraban un escritor serio, Roth comentó que tenía cosas más importantes que hacer que recibir una llamada de Estocolmo, por ejemplo, esperar la cena. Una lástima también que en Estocolmo hayan decidido saltarse este año la concesión del Premio Nobel de Literatura por culpa de un escándalo de índole sexual, cuando uno de los primeros y de los mejores libros de Roth, El lamento de Portnoy, hizo de la masturbación el centro mismo de la novela.
Alguien, creo recordar que fue Norman Mailer, dijo que tras la muerte de Faulkner y Hemingway, la literatura estadounidense había perdido su centro natural y que los grandes escritores que quedaban vivos -Capote, Bellow, Steinbeck, McCullers, Salinger, Malamud, Barth, Pynchon, Styron, Vonnegut, Hawkes, Barnes, Gaddis, el propio Mailer, por citar sólo un puñado- eran como radios de una rueda. Sin duda alguna, Philip Roth era uno de esos radios, uno más de los brillantes novelistas de origen judío e hijo de inmigrantes centroeuropeos que se preguntaron, entre otras muchas cosas, en qué consiste ser estadounidense y en qué consiste ser judío.
La formulación más precisa a la segunda pregunta la elaboró en una de sus obras más polémicas, Operación Shylock, en la que, en una parodia delirante, el propio Philip Roth tiene que viajar a Jerusalén para conocer a su doble, un impostor que se hace pasar por el escritor de fama mundial para predicar el “diasporismo”, una doctrina que promueve el retorno de los judíos askhenazíes a su verdadera patria, es decir, Europa. Con el telón de fondo de la Primera Intifada y del juicio a un supuesto criminal nazi, apodado Iván el Terrible, a los sionistas más recalcitrantes esta sofisticada broma literaria no les sentó nada bien, quizá porque no era una broma, y recordaron que Roth ya había vapuleado de lo lindo varios tabúes intocables de la cultura judía. Como contaba Juan Losa en este mismo periódico, un importante rabino de Nueva York escribió en 1959 una carta a la Liga Antidifamación en la que preguntaba qué se estaba haciendo para silenciar a Roth e insinuaba que los judíos de la Edad Media sí habrían sabido qué hacer con él. En señal de desagravio, Roth juró que jamás volvería a escribir sobre los judíos, aunque la pista definitiva para comprender que no hablaba en serio es que lo juró sobre un bocadillo de pastrami.
Aunque él mismo afirmó en una entrevista en The New York Times que llegó a tener conexiones con el Mossad, los conspiranoicos siempre pueden agarrarse a la teoría de que fue el lobby judío el que más presionó para que el autor de La mancha humana y Pastoral americana no recibiera el Premio Nobel. Sin embargo, nunca hay que subestimar la enorme capacidad de los académicos suecos para esquivar a genios literarios de primer orden y premiar a mediocridades de la pluma como Solzhenitsyn, Churchill, Echegaray o Bob Dylan. Con su muerte, Roth ha ingresado en ese prestigioso panteón de los no galardonados, junto a Tolstoi, Joyce, Kafka, Galdós, Proust, Dinesen, Nabokov, Cavafis, Pound, Calvino, Amado, Lem, Burgess, Woolf, Bonnefoy, Bernhard, Mishima. Son unos cuantos.