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ISSN 1989-4163

NUMERO 94 - VERANO 2018

La Frialdad

Adán Echeverría

Todo apuntaba a una historia como cuento de hadas que todo lo cubría con su magia. Ella debió preverlo y entregar solo sexo sin compromiso como el que se alquila o se oferta en internet; pero tuvo que seguir los instintos y desobedecer flagrante las ideas del cerebro. Echarse un polvo y no volver a verse, era la consigna para la que se había preparado, cuando terminó de bañarse aquella tarde. Se miró hermosa en el espejo y se supo plena. Al medio día había intercambiado teléfonos después del tercer café, acompañados de un ¿Cuándo nos vemos?, y un Pasaré a tu casa esta noche; que preludia una relación de pertenencias y desesperaciones por verse más seguido. La cacería termina cuando las mujeres deciden ser presas para cazadores experimentados, y aquel hombre lo era.
Había un inconveniente para aquella lujuria que se dibujó en sus ojos, pero decidió ocultarlo y devolver el ¡Hola! que leyó en los labios del hombre de barba desordenada, que le miraba sin discreción desde la fila, en ese café donde fue a relajarse mientras robaba minutos de su almuerzo, antes de volver a la oficina. Qué podía significar aquel secretito de cuatro años de edad que cuando salía se quedaba en casa mirando televisión, jugando con su sobrina, antes de dormir bajo el cuidado de su niñera: "Mami vendrá más tarde". Qué escollo podría ser su hijo para aquella noche de decisiones tomadas bajo la regadera (Hoy quiero disfrutar un hombre que no sea todo látex), para dejarse abordar por ese tipo entallado en mezclilla. Su hijo no sería inconveniente para la travesura.
Haber tenido un hijo no se le notaba en ese cuerpo, todo pasión, rebosándole la ropa; deseaba presentarse desnuda en los espejos de algún techo, para la rapiña mirada de un hombre que supiera aquilatar su entrega. Quería ser ensalivada, tener unas manos rudas y ásperas que le apretaran la carne. Para qué tanta lindura en los centímetros de piel, si no era tocada y disfrutada en la hombría de algún malnacido de pene colgante. ¡Hola!, había dicho él mientras esperaban el café, dispuestos cada quien a leer su propio libro en alguna mesa (el montaje del libro siempre daba resultado), en cualquier rincón que les brindara silencio y un poco de paz, al menos para ella que debía volver a la oficina, antes de pasar a la guardería por su pequeño. Pero en vez de leer comenzaron la escritura de una historia en las hojas blancas que se habían ofrecido con sus ganas, dispuestas a ser pintarrajeadas.
Ella no pudo prever un futuro de nubarrones oscuros ni paredes herméticas de frío metal que la derrotarían, y aventó su propio ¡Hola!, cargado de coquetería, por encima del café humeante que le acababan de servir, y caminó hacia su mesa, esos pocos pasos que cayeron como copos de nieve en la calentura, derritiéndose, y dejando en cada gota una invitación para ser alcanzada. Aceptó la invitación (y el reto), consiguió a su sobrina como niñera, y se dio un jabonoso baño anticipando sus deseos (si se presenta la oportunidad, la tomaré). Él acudió a la mesa donde ambos pudieron descubrir y extender sus cartas de vida con alguna historia inicial, que tal vez no fuera verdad. No hablar de pasadas relaciones era el argumento tótem, y aunque se pudieron contar sucesos personales ninguno de los dos tenía por qué ser ni la mitad de honesto. Para qué decir que tenía un hijo, que solo quería coger, se trataba de una noche y de un hombre que no fuera todo látex, para reemplazar aquel dildo que le mantenía tranquila la furia semanal del sexo, porque todo era dedicarse a su pequeño. ¿Acaso este hombre no quiere lo mismo?
Todo lo que se deja avanzar comienza a desbordarse. Se gustaron desde el inicio y quisieron repetirse en los ojos del otro, cuantas veces fuera necesario: Qué harás este fin de semana. Nada. Puedo verte. Está bien. Y al día siguiente. Claro. Y si desayunamos y te llevo luego al trabajo. Perfecto. Y la trampa se había cerrado sobre su pie, con aquella sonrisa que no podía quitarse ahora del rostro. Se sabía feliz pero habría que contarle que tenía un hijo: "Pero ¿cuál es el problema?" dijo él abrazándola. Cuando un hombre se decide a vivir con una mujer que tiene hijos, las mujeres suspiran y los hombres dicen: ¡Qué ganas, cabrón, qué ganas!, Si se trata de echarse la cuerda al cuello, cualquiera te la acerca. Y el hombre de esta historia estaba ahí, dispuesto y caballero, apuesto y gentil. La mujer dobló las pestañas, reventó toda en suspiros y haciendo a un lado su enorme fortaleza de madre capaz de salir adelante sola, se precipitó en un: ¡Va, viviremos contigo!
A la tercera semana de intenciones se derramó la mala nota dentro de aquel apartamento de dos recámaras, en el piso más alto de un edificio moderno, que el hombre había dispuesto para que ella se mudara con su hijo. Pasó de ser una historia de cuentos de hadas, a ser una nunca imaginada pesadilla. De vivir en aquel cuarto que le prestaba la familia, para habitar con su hombre un piso entero en un edificio en la mejor parte de la ciudad. Creerse dueña de un espacio propio, como él se lo hacía sentir, y subir por los elevadores sin ser vistos, en esa privacidad que les brindaba estar en el último piso, ¿quién sube sin ser invitado? Pero el niño rompió con el esquema del romance entre la madre y el novio amante dueño.
Cuando el pequeño comenzaba a lloriquear de hambre, de miedo, de tristeza o por el capricho de no quedarse solo en su cuarto la madre solía correr a calmarlo: "Déjalo llorar, si corres a verlo lo seguirá haciendo. Ya se acostumbrará". Pero ella se vestía con aquella bata transparente y se bajaba de la cama "Que tal si le pasa algo"; y aquellos berridos que el niño lanzaba pidiendo por su Mamá, apagaban las voces de ratoncitos melosos que se iban devorando poco a poco entre las sábanas, en la recámara nupcial de seda color vino y puerta cerrada; aquel llanto iba creciendo desde los pulmoncitos y clausuraba los aullidos del orgasmo que terminaban por ahogarse en la garganta, en la punta de la lengua, en el bien lubricado y ya violeta glande que se quedaba 'a casi', porque ella detenía el movimiento de caderas y abría los ojos alerta, como un venado que ha sido alumbrado por los faros de un carro a media carretera, para escuchar atenta e intentar descubrir la razón que asustaba a su crío: "Tengo que ir a verlo, es mi hijo".
Y cuántas erecciones perdidas tras una mujer que se desprende de su erotismo, se viste de mamá con su batita blanca, transparente, y corre a arropar al niño que se despertaba toda la noche. Recogerlo del suelo en el pasillo donde se estaba acostadito, como un cachorro que dejan fuera de la casa. Levantarlo y en el abrazo decirle Acá estoy, no pasa nada, tienes que dormir en tu cuarto como niño grande, Qué haces tirado en el pasillo si tienes tu camita abrigadora, Sé valiente, no te va a pasar nada, estoy en mi cuarto, y tú en el tuyo, Tan sólo duérmete y déjanos dormir a nosotros también. Era necesario poner un alto, y el hombre fue a meterse bajo la regadera, para luego tomar su parte de la cama y dormirse masticando algún pequeño drama.
Las noches pasan con esa lentitud que tienen los pensamientos que se enciman unos sobre otros y aletean por la casa buscando una salida: es el insomnio que provoca el silencio en la pareja. Qué puede decir ella ahora, qué disculpa puede ofrecer a un hombre que se cierra y le da la espalda. Con cada minuto que los relojes caminan, la mujer se mira asustada por no poder compaginar aquello de dar las buenas noches tanto al niño como al hombre del que se siente vulgarmente enamorada. Con el paso de las noches y la repetición de la actitud del niño ella fue expulsada de la recámara: "Quédate con tu hijo, no vengas a meterte a mi cuarto, si no puedes educarlo para que esté solo, a cada rato te levantarás y jamás podremos disfrutar el uno del otro; y ninguno de los tres lograremos dormir. Vete con él y déjame en paz".
- Sabías de mi hijo. Lo dormiré y volveré contigo.
- Has arruinado el momento, duérmelo y mañana buscaremos alguna solución.
- ¿Arruiné el momento?
- No pensarás culpar al bebo, ¿verdad?-, y el hombre cerró la puerta.
La mujer se metió a la cama con su bebo, lo apretó a su pecho, y mientras disfrutaba su respiración calmada, podía sentir bajo la tela de la bata sus rozados pezones aun ensalivados por su hombre, ese hombre escondido en su guarida, odiándola. Se acariciaba los pies, el uno con ayuda del otro, tratando de darse consuelo para entender el cambio en su pareja, cómo era posible que no entendiera que el niño tiene miedo de estar solo. El insomnio daba vueltas a la casa, y no fue sino en la luz creciente del amanecer colándose por las ventanas que ella saltó hacia la recámara para reparar el daño con el sexo matutino que sabía que su hombre disfrutaba. Pero él se había vestido, castigándola, y gritaba que algo hiciera para el desayuno. Ella tendría que ser paciente para ser de nuevo acariciada al caer la noche, para ser de nuevo penetrada por aquel toro que le hacía doblarse de rodillas.
- Comeré en el trabajo-, y salió dando un portazo, dejando el desayuno y la angustia servidos en la mesa.
El día pasó amargo apenas, porque los juegos constantes del niño la entretenían y le hacían olvidar de a poco el mal humor de su pareja. Podía entretenerse en cuánta cosa pudiera realizar para la casa: arreglar las cortinas, barrer, acomodar los libros de su novio, recuperar un pequeño espacio para los juguetes de su hijo, lavar la ropa, cocinar siempre los platos que sabe que él disfruta, y estar lista y bañadita para cuando él pudiera regresar. El hombre volvió del trabajo con una caja de metal de apenas un metro y treinta centímetros por cada lado, con una sola abertura, cerrada con una puerta. Del lado contrario de la puerta había un mecanismo para abrir pequeños orificios que dejaran pasar el aire. A ella le pareció una caja fuerte extraña, hasta que él le contó para qué la había mandado construir. Hasta que tuvo que mirarla como la jaula que era. No quiso preguntar, ni intentar algún reclamo, veía al hombre entusiasmado contándole y le parecía irreal. Ella pudo decir que era una estúpida idea, que cómo se atrevía a sugerirlo, que se podía meter la caja en el culo o por donde mejor le cupiera pero que ella cogía a su hijo, y sus pocas cosas, y ahora mismo se largaba, aunque no tuviera a donde ir, aunque tuviera que doblar la cola y pedir apoyo a la familia, regresar al cuartito, volver a conseguir empleo y pedirle otra vez a su sobrina que cuidara del pequeño mientras le conseguía guardería. Escuchaba las palabras de su hombre mientras la ira de animal rabioso nacía desde el vientre llegando hasta su boca como un veneno que le impulsaba a pensar: Tú fuiste quien me buscó en aquel café, yo ni siquiera había notado tu presencia y ¿ahora me traes una caja de metal para meter a mi hijo cuando te moleste? Estás enfermo. Pero en vez de hacerlo, la mujer bajó la cabeza como un ganso envejecido, agarrándose del amor que le hacía cosquillas en la nuca.
Después de cenar juntos, y de ver un poco de televisión, el hombre puso el cuerpo dormido del niño dentro de la caja, para poder gozar de su mujer sin interrupciones. Hacer el amor o devorarle la ética, el orgullo, el alma toda. La primera noche apenas era un sordo llanto el que se escuchaba desde la caja, y cuando la mujer quería atreverse a ver si el niño estaba bien, su hombre le llegaba al fondo y ella cerraba los ojos, los oídos, cerraba el corazón y sólo eran golpes mudos atorados en las frías paredes metálicas del cubo. Sonidos que crecían dentro de la cabeza de la mujer, que ya no alcanzaba los ojos blancos del orgasmo, pero sí a herirse la lengua desesperada por ignorar a su hijo; porque a pesar de todo, la mujer gozaba, y mantenía la tenue esperanza de darle gusto a su hombre, pensando que luego del coito podía sacar a su hijo de aquella prisión, pegárselo al pecho y llevarlo a la cama para devorarlo a besos: Todo va a estar bien, pequeño, todo va a estar bien. Su hombre sonreía, y ella se daba cuenta que había llegado la mañana.
Las noches se fueron repitiendo, el hombre llegaba y después de cenar metía al dormido niño a la caja. Así ocurrió las dos primeras semanas. Luego exigió a la mujer No esperes que llegue para meterlo a la caja, no soporto verlo.
- Tiene miedo, ¿podemos dejarlo fuera esta noche?, se portará mejor te lo aseguro.
Pero no había razones que pudieran admitirse. El niño pasaría las noches adentro de la caja. Los días se volvieron un desequilibrio que giraba frente a sus ojos, en el espejo de su cama, en las noches de su angustia porque aquel hombre se mostraba tan dueño de sí, enamorado, tierno. Ahora eran solo ellos dos, como debieron serlo siempre. Y ella se mostraba radiante o eso sospechaban los vecinos, las pocas veces que los llegaron a mirar salir al cine, o caminar de vuelta de alguna cena romántica, sin sospechar que la tenía prisionera mientras la presumía por las calles satisfecho. Cuando él se iba a trabajar, ella gritaba su desesperación para escapar; corría hacia la caja para abrirla de inmediato. Hasta que una mañana él decidió no dejar la llave, el niño tenía que permanecer encerrado todo el día, todos los días por el resto de su vida. Ella quiso pedir ayuda pero el departamento estaba cerrado, su teléfono móvil sin crédito, y al abrir la lap top pudo constatar que habían cambiado la clave del wifi. El sueño se había clausurado.
Ante la sociedad este era un hombre terriblemente loco por el amor de su mujer, todos los que los conocían podrían confirmarlo, terriblemente loco y apasionado. Eran envidiados como pareja. Pero ella sabía que se había ido a vivir con un demente del que tendría que escapar, pero ya no hubo tiempo. No podía encontrar alivio en el llanto, mientras no encontrara la manera de abrir la maldita caja y sacar a su pequeño. Aquello de vivir en el piso más alto del edificio tenía sus desventajas, Nadie tiene porque subir sin haber sido invitado, y la puerta de casa se mantenía cerrada para sus gritos. Era inútil, los ruegos de ¡Es mi hijo, sácalo! terminaban en sangre y moretones, seguidos de violentos besos, penetraciones a la fuerza, y aquella alegría del que posee un cuerpo con violencia.
Los días irían pasando y ella perdería la cordura dentro de esta relación en la que era rehén y en la cual había condenado a su pequeño. Las uñas se le quebraban arañando la caja. Mamá, mamá, escuchaba todo el día, y se escondía de aquel hombre cuando regresaba; pensaba en matarlo pero aquel regresaba a gozar su cuerpo, aunque ella no estuviera dispuesta. Cállate mujer, demasiado hago dándoles de tragar a los dos. Te pedí que lo educaras y no quisiste, es mi turno de enseñarte lo que es domesticar. La mujer no tenía palabras de consuelo para su hijo prisionero; aquello de Solo será cosa de unos días, velo como un juego, se irá acostumbrando a ti, eran un rutilante infierno. El niño iba decreciendo en el abandono, y la desgracia. Saquémosle un rato, te lo suplico, y él accedió de mala gana, Sólo mientras veo el fútbol, y le lanzó las llaves. Las cogió hecha en un mar de mocos y corrió a sacar a su hijo sucio de orines y caca, con el rostro descompuesto, las carnes pálidas, la mirada perdida de ojos amarillos que se cerraban y apretaban, y el continuo sollozar de dolor en las articulaciones por estar doblado siempre en ese pútrido agujero: "Lavarás la maldita caja, y en la noche espero que ese chamaco esté limpio y de nuevo a donde pertenece".
- No lo quiero volver a meter.
- Lo que tú quieras no es algo que tenga que discutir, te he dicho lo que harás. No esperes que termine el partido y me levante para hacer lo que te he ordenado.
Habría que escapar, pero cómo, el a dónde no era importante. Aquellos ojos y aquel cuerpo cada día menos acostumbrados a la luz, en el desarreglo de la mente, con el alma empobrecida marcaban los poco más de quince días de un infante que sobrevivía dentro de una caja de metal, de un niño que había sido destruido dentro de la oscuridad. Al caer la noche y terminar el espectáculo del soccer, él había golpeado a la mujer para luego encerrarla en el baño, tomar al niño y lanzarlo dentro de la caja. Desnúdate mujer que ahora vuelvo, había dicho, mientras le arrebataba al niño débil que apenas podía mantenerse despierto. Cerró la puerta de la caja gritando: Maldito escuincle ya te hiciste caca otra vez.
La madre no pudo más y se armó de valor. Le dice a su hijo que a partir de ahora todo irá mejor. El hombre regresa con un ramo de flores para su mujer y la encuentra en el baño, desnuda y desangrándose en la pileta. La mira desde el quicio de la puerta: Hija de puta, dice entre dientes, cierra la regadera dejando que la sangre se acumule al borde de la alcantarilla. Toma el cuerpo de la mujer en brazos y encuentra con la vista el arma: un cepillo de dientes roto por el mango. Piensa que ya no necesita alimentar al niño de la caja.
Sólo pasaron tres noches de ignorar la caja y limpiar bien para evitar olores. Los nueve pisos por debajo del departamento, eran suficiente barrera para los curiosos. Tres días. A la cuarta noche una nueva hembra a quien poderse dedicar. Otra mujer en su cama que se miraba rindiéndose a esa droga que algunos llaman amor. La noche fue todo terremoto. Y al amanecer, la nueva mujer caminó de la habitación a la cocina por un vaso de leche. El hombre aún desparrama su desnudez entre las sábanas. La mujer lo mira de cuerpo entero y en su soberbia sabe que pudo hacerlo feliz, que puede hacerlo feliz si las cosas se repiten, porque ella es responsable de aquella flacidez y aquella calma que muestra el cuerpo del aniquilado mancebo. Un pequeño ruido apagado llama su atención en la otra recámara.
La caja metálica es el único objeto al centro de la misma. Se acerca y pega el oído a su frialdad, trata de escuchar. Quizá se trate de la caja fuerte, "Así que es rico"; sabiéndose una extraña que decidió irse al apartamento de un hombre que recién conocía, supo que algún secreto debería contener.
-Adentro se esconde el amor
Ella sonrío al verse descubierta husmeando, y dio unos pequeños saltitos juguetona para apartarse de la caja:
- No quise ser chismosa; sentí curiosidad.
- No te preocupes. Voy por las llaves para que mires dentro.
- No tienes por qué-
- ¿No quieres conocer el rostro del amor?, había dicho mientras metía la llave en la cerradura. Ella caminó unos pasos para situarse a espaldas de él.
- Ahora lo conocerás. El amor, o al menos, el cadáver del amor. Acá lo mantengo, para jamás olvidarme de que he amado. ¿Quieres ver?
Dejó que se acercara, abrió la caja y cuando ella se agachó para mirar adentro, la empujó hacia el fondo. Ella cayó sobre el cadáver de la anterior mujer, la madre que había sido tan feliz en aquella fila del café. Y mientras el hombre cierra la puerta, la nueva mujer pega de gritos y patalea al verse encerrada, hasta que siente los dedos de una manita que le toca las piernas.


La frialdad

 

 

 

 

 

 
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