A día de hoy no es fácil, en absoluto, pensar más o menos libremente. No lo es, porque todo -desde el guirigay de las redes sociales y el partidismo de los medios, pasando por la caprichosa opinión pública o la asfixiante corrección política de unos y otros, hasta llegar a la sombra ubicua de la crisis económica que no deja de acecharnos- todo parece estar preparado para que acabemos claudicando; quizá por inercia, por fatiga, por rabia o, tal vez, por indiferencia, por pereza, por abulia, por decrepitud, por desidia, porque nada es finalmente lo que parece y nada dura, tampoco, para siempre. Este instante que somos se consume muy pronto; y lo sabemos, aunque no queramos pensar en ello.
Es así que nuestra egocéntrica percepción de la realidad nos suele colocar, con demasiada frecuencia, en un lugar tan aparentemente poderoso y capital como, a la vez, minúsculo e insignificante. Viene a colocarnos en el centro mismo de un universo que, sin embargo, no tiene centro, que no gira alrededor de nuestro ombligo, que no se detiene a mirarnos a los ojos cuando nos explota sangrientamente en la cara, cuando nos da la espalda, cuando nos otorga, quizá por azar o necesidad, alguno cualquiera de sus múltiples, y no siempre bien comprendidos, dones. Vivir es simplemente aceptar esos dones desconocidos que luego hay que saber exprimir al máximo, cueste lo que cueste. Hablo del placer y también del trabajo, del conocimiento y la ciencia, del amor y la amistad, sin duda de la ternura.
Pero estamos, queremos estar, nos empeñamos en seguir estando en ese centro nebuloso y ficticio -esa entelequia, esa quimera- que no existe y creemos, tendemos a creer, que el mundo es nuestro y nos pertenece, además, por completo. Nosotros escribimos su historia, eso pensamos, porque los dioses dejaron de hacerlo y nosotros, ahora, somos como ellos: su imagen y semejanza, su holográfica presencia renovada.
En efecto, hubo un mundo anterior y habrá otro posterior a nosotros, a cada uno de nosotros, como si fuéramos una especie de puente entre las generaciones pretéritas y las futuras. Nuestra sangre, nuestro semen, nuestro ADN anda por ahí a tientas retorciéndose en espiral como sólo puede retorcerse quien busca despertar del todo, desperezarse al alba de un mundo que quisiéramos mejor y más nuestro, si fuera posible. Quizá no lo sea. Presiento que, desvalijado y huérfano de cualquier atisbo de humanidad el centro del universo, no nos queda otra solución que confinarnos, proscritos y quizá perseguidos, en los peligrosos barrios periféricos donde cada día recomienza la épica tarea de recrear la vida, repensándola o reinventándola, reconstruyendo, una vez y otra, nuestra identidad y conciencia perdidas. Lo que sea, menos claudicar.