Aquel día amaneció nublado en Gijón. Tenía que subir a trabajar a mi zona de tesis, en el límite entre Asturias y León, y me esperaba un largo camino, así que me preparé rápido y recogí mis cosas: un bocadillo, el martillo, la brújula y la lupa, la cantimplora y la libreta de campo. Recuerdo que lloviznaba en el puerto de Pajares y pensé que si había niebla arriba el asunto se iba a complicar. Dejé el coche en Tonín, y emprendí el ascenso hacia el Brañacaballo, orientándome con la brújula porque poco a poco la bruma me envolvía. Remontaba agobiado las crueles pendientes con la perspectiva de un día de perros (y luego dicen que en la Universidad no se da golpe). Ya cerca de la cumbre, la niebla parecía abrirse, y un sol tímido relumbraba lejano. Se me ocurrió que tal vez estaba a punto de salir de las nubes, pero la idea era demasiado halagüeña para ser cierta. No obstante, aceleré el paso. La claridad se hizo más intensa, y al poco rato, los pizarrales y la hierba brillaban con sus colores más alegres. Miré a lo lejos, y quedé sobrecogido. El sol y el cielo radiantes iluminaban un mar de nubes que se extendía hasta el horizonte. Sólo unas pocas cumbres asomaban orgullosas como pequeñas islas, farallones negruzcos sobre celajes de algodón. Justo el cordal donde tenía previsto observar las rocas y tomar medidas era un islote que se alargaba hacia el norte: la cresta del Corralón y el Brañacaballo.
Trabajé todo el día solo en mi isla. Tenía en realidad la sensación de estar solo en el mundo. ¿A quién podía importarle en aquel mediodía jubiloso si en el fondo del mar alguna especie de algas lamentables tejía y destejía historias ridículas?
Esperé el ocaso en la cumbre del Brañacaballo. El sol se desplomaba sobre el horizonte entre resplandores rojizos, mientras las sombras de las islas crecían y se difuminaban en el ondulado mar cada vez más grisáceo. Era difícil alejarse de aquella visión, pero también era necesario hacerlo. En el descenso, de nuevo entre niebla y ahora además anocheciendo, vibraba dentro de mí algo profundo que iluminaba todo. En aquel día solitario había comprendido tal vez la fatua naturaleza de lo que más nos preocupa, de lo que enreda nuestras vidas en una maraña odiosa.
Años después, en la India un hombre me explicó una visión del mundo como un juego de espejos enfrentados, una alucinación en la que es posible encontrar un asidero solamente en un sustrato profundo que la pone en evidencia: “Tiene que comprender esto. Este mundo en el que Vd. y yo hablamos, en el que dos seres conscientes se enfrentan, es una ficción. El ser es uno, y es consciente. Es la luz que alumbra en el fondo de cada ser, su yo profundo. Esa es la realidad que da sentido. Lo que cada uno experimenta en su consciencia es ese yo, pero fascinado hasta tal punto por los mecanismos de estímulo y respuesta de un animal, que ha renunciado a otra identidad que no sea la del animal.”