La joven camarera- aterrorizada- me abrió la puerta sin mirar al interior. Temblaba igual que un cachorro aterido de frío, a pequeños espasmos, mientras ahogaba su llanto con forzados sorbetes. Era ella quien lo había encontrado. Instintivamente apreté al paso su pequeña manita, acallando el tintineo que involuntariamente provocaba con el pesado manojo de llaves que sujetaba. Estaba helada.
“Ya puede retirarse, gracias; ha sido de muchísima ayuda” Le dije con voz tranquilizadora. Ella amago una mueca de agradecimiento y se alejó silenciosamente.
El director del hotel esperaba a unos pasos detrás de mí, sin la más remota intención de entrar. Su aspecto pícnico y sonrosado junto al penetrante perfume a base de almizcle le conferían un aspecto eunucoide, afeminado, fuera de lugar de aquel escenario criminal que se me presentaba…se le notaba que era un hombre blando, hecho sólo para pasearse con seguridad por su despacho en el edificio de lujo que regentaba; frontera y límite de su hogar, sus dominios, su zona de confort…era evidente que no conocía ni de oídas los hediondos lupanares, los sucios callejones, las decadentes tabernas y las sórdidas pensiones de mala muerte donde mi desaparecido y añorado amigo Holmes y yo solíamos terminar alguna que otra noche, cuando Scotland Yard nos pedía que les echáramos una mano. Al fin y al cabo –pensaba en silencio mientras miraba el cadáver- era lo único bueno de haber envejecido sin familia ni obligaciones; disponibilidad absoluta para que un guardia de uniforme llamase a mi puerta de madrugada, en medio de la niebla, mojado y farol en mano, con el ruego de que le acompañase al lugar donde un muerto me estaba esperando.
Esta vez, sin embargo, era algo diferente. Ahora la víctima era una aportación directa de la flor y nata de la sociedad londinense. Un matiz que daba el contrapunto respecto a los habituales rufianes, monipodios y meretrices de otras veces. Eso y la discreción con la que se esperaba que tratase el asunto; exigencia que me imponía el comisario McPherson, para dejarme meter las narices en el asunto. Distintas clases sociales, distinta estética y distintos lugares, pero seguramente el mismo fundamento de siempre; corrupción, sexo del malo, vicio, dinero y malas pasiones.
En la lujosa habitación número 232 del Hotel St George, Sir Robert Lewis, afamado dandy de la rancia burguesía londinense, yacía desnudo y amarrado de pies y manos a las cuatro esquinas de la cama. Era un hombre de complexión atlética, buena planta y bellos rasgos, que por su pose y su caída de pelo me recordó claramente al hombre de Vitrubio, de DaVinci.
El genio italiano, sin embargo, no había reflejado en su obra algunos detalles que en la habitación saltaban a la vista…el estúpido gesto cianótico del muerto, sus tirantes amarrados alrededor del cuello, la daga Khyber hundida hasta el marfil de la empuñadura en el plexo solar, la ablación de los genitales…(que no terminaba de localizar entre tanto desorden), varios botes vacíos de “Papine”, un derivado del opio, y las salpicaduras de sangre en pared, suelo, muebles, alfombra, cuadros…todo ello dejaba a las claras como había terminado la fiesta, y lo poco que le había servido a la víctima su dinero, estatus social y atractivo –o a lo mejor ahí estaba la causa de todo-.
Las propias instrucciones del comisario Mcperson me obligaron a trabajar con premura, por lo que hubo que organizar el movimiento del cadáver sin que la selecta clientela del hotel tuviese conocimiento de lo sucedido. Tras interrogar al conserje y servicio de habitaciones del hotel, y recoger en mi libreta todos los detalles importantes, salía del hotel por la puerta principal, mientras la luz del amanecer sorprendía a los forzudos hombres de mi confianza que sacaban el cadáver envuelto en mantas, por la maloliente callejuela de atrás del edificio que rezumaba orín y humedad, directo al depósito en la Morgue donde pude hacer la autopsia con mi tranquilidad habitual. Ya estaba bien entrada la mañana, cuando tras diseccionar el cadáver con esmero y paciencia, empecé a encontrar indicios de quién podía haberse ensañado de aquella manera con Sir Robert.
Alice era una mujer con una mirada que intimidaba. Sus ojos marrones, parecían escrutar cada cosa que tuviese delante, con la intranquilizante curiosidad propia de una mantis religiosa. No era una mirada que transmitiese serenidad, pero no se podía negar que era una mirada seductora que hacía volar la imaginación. Su cara era redonda, y su cuerpo menudo, sensual, gracioso, de pechos generosos. No parecía inglesa; no al menos la inglesa al uso en la alta sociedad de mujeres londinenses, tan altas y pálidas, de cara angulosas y ojos tristes de color gris o azul. Se notaba que por sus venas corría sangre española. Su abuelo, el coronel de caballería Sir Walter Malone, héroe de la guerra peninsular, se trajo de criada a una todavía niña; gaditana excepcionalmente bella que con el tiempo y su zalamería, se convirtió en su esposa al cabo de unos años. Alice Lewis, no pareció extrañarse cuando llamé a la puerta de su enorme casa para interrogarla. Muy al contrario, me pareció que me esperaba. Su vestido de seda negro, de riguroso luto, contrastaba con su piel morena, su pelo marrón y su profusión en joyas de oro. Mis preguntas no le causaron ningún tipo de rubor o escándalo, y eso que a veces tuve que acudir a detalles del hecho que a cualquier ajeno a la anatomía forense le habrían causado nauseas. Quería ponerla a prueba, en especial tratándose de los despojos cadavéricos del que, hasta hacía unas horas, había sido su marido.
Enseguida supe que ella era la asesina. Me lo decían sus ojos brillantes. Parecía que quería que la atrapase. Mi teoría se vio consolidada tras hablar con los criados de la casa, descubrir en la panoplia de su biblioteca -plagada de armas orientales- el hueco exacto donde faltaba el cuchillo khyber afgano, y sobre todo el perfume a lavanda, rosas y lirios que percibí al besar su mano, y que claramente me recordó al que aún impregnaba la habitación del hotel, cuando aquella jovencita asustada me abrió la puerta. La vida disoluta de su marido, su adicción a los narcóticos, la falta de respeto a su compromiso matrimonial -que ya era públicamente escandaloso- y el enorme desprecio que éste tenía desde siempre hacia su mestizaje de sangre, tras un matrimonio de conveniencia, habían sido seguramente las causas que motivaron a esa mujer despechada a contratar a la prostituta habitual de su marido, para que tras contarle los vicios más ocultos que le solía satisfacer, ocupase aquella noche su lugar, haciéndose pasar por ella, para conseguir culminar su venganza.