“Veo lo que fue mi vida a la deriva, detrás de mí, haciéndose cada vez más pequeña en la lejanía, como una ciudad sobre un témpano de hielo atrapada en la corriente, sus luces parpadeantes, sus palacios, las agujas de los campanarios, los suburbios, todo milagrosamente intacto, todo irremediablemente inalcanzable. ¿Qué puedo hacer sino quedarme de pie sobre este promontorio que se desmorona y contemplar el pasado mientras mengua en la distancia?”
John Banville
Con la biografía un tanto descolocada en lo que va de año -por motivos que no viene al caso comentar- constato con estupor que mi suegra murió cuando tenía más o menos mi edad. Y me parecía una “señora mayor” cuando la veía por la calle tirando del carrito de la compra. Una señora mayor sin embargo joven para morirse (como si morirse fuera exclusiva de ancianos o tripudos bebés africanos), pero desde luego muy alejada de lo que yo, universitaria por aquel entonces, consideraba cánones de juventud. Constatar este dato lleva al escalofrío, pues lleva aparejado un comentario demoledor: qué rápido pasa la vida, y qué callando llegan las hernias, el dolor de huesos, la menopausia y las canas. Cuando superas la edad a la que murieron seres muy cercanos, los amigos te felicitan con una palmada en la espalda que tiene un punto de condolencia. Con ellos compartiste, cuando aún no te dolía la espalda y tu cabellera competía con la de la Sirenita, acontecimientos históricos que hoy figuran en los libros de Historia. La transición y la llegada de la democracia a España. La caída del muro de Berlín. La expo de Sevilla y las olimpíadas de Barcelona. La guerra de los Balcanes. Aquellos San Fermines en los que murieron dos americanos. Y de todo eso, que aparece tan sólo unas páginas atrás en tus álbumes de fotos, ya te alejan varias décadas. Las que tú llevas sobre los hombros. ¡Con razón te duele tanto la espalda!
Lo triste no es que ya no te quepa tu camiseta favorita, aquella de los Sex Pistols que con entusiasmo compraste en un Londres que en nada se parece al actual, ni que en las colas del súper te digan señor o señora, ni apuntarte al gimnasio para darte de baja a los dos meses, ni coincidir con tus colegas más veces en entierros que en farras. Lo triste es saber que lo que te queda por vivir difícilmente será mejor que lo que ya has digerido. O que, aun siéndolo, tu condición física ya no te permitirá disfrutarlo de igual manera.
Para relación curiosa con el envejecimiento y la muerte, la de Borges. Murió su madre en 1975, a la provecta edad de 99 años. Una vecina se le acercó en el velatorio para darle el pésame, diciéndole: “¡Pobre Leonorcita, ir a morirse justo antes de cumplir los cien años!” A lo que el escritor, sin perder su habitual flema, respondió: “Señora, veo que es usted devota del sistema decimal”. Leonorcita no llegó a los cien por un pelo, y seguramente Borges se preguntó a sí mismo si tal vez los alcanzaría él. En algún lugar dejó apuntado que se suicidaría el día que cumpliera 84 años. Desconocemos el motivo de la elección de esa fecha. El caso es que llegó el día y tuvo que enfrentarse a un dilema. Comportarse como un caballero y cumplir con lo pactado o hacerse el despistado y tirar para adelante. Sabemos hoy que decidió hacerse el tonto y competir con su madre en longevidad. Ganó ella. Pero todo esto ya es anécdota e historia.
Chascarrillos aparte, cumplir años no es una faena, sino la mejor alternativa conocida a no cumplirlos. Cuento ya, con horror, las compañeras de colegio que han ido quedando por el camino. No son pocas. Otras son las viudas de aquel chico tan mono que nos presentaron en COU, o sus resignadas ex. Casi todas tenemos hijos. Un par de nosotras, incluso nietos. Yo me quedo con el dato de la muerte de mi suegra, y por más que me felicite por seguir aquí, contando los días, no puedo evitar pensar que tal vez esté viviendo una extraña prórroga.