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ISSN 1989-4163

NUMERO 74 - VERANO 2016

Emparedado

Valentina Llorens

 

     

No espero que nadie venga a ayudarme, pues por fin he empezado a comprender que mi situación actual puede ser el fruto de los terribles hechos que cometí en el pasado. Pronto moriré pero antes de hacerlo quiero desahogarme contando la historia de cómo he acabado aquí, emparedado y sin posibilidad de salir.

Desde muy pequeño fui objeto de todo tipo de burlas y vejaciones por mi forma de ser. No me gustaban las personas y por consiguiente, yo tampoco les gustaba a ellas. Experimentaba una especie de repugnancia cuando presenciaba muestras de afecto ajenas en público y evitaba cualquier tipo de contacto visual con mis compañeros e incluso familiares.

Mis padres, preocupados por mi temprana e irremediable soledad, buscaban cualquier aparato electrónico con el que entretenerme para no tener que enfrentarse a la frustración de haber traído al mundo un niño deshabitado. En uno de sus patéticos intentos por demostrar que se preocupaban por mí me regalaron un Smartphone. Evidentemente desconocía la utilidad de aquel dispositivo y no me interesaba lo más mínimo; sin embargo una noche en la que soñaba plácidamente con que todos a mi alrededor se desvanecían y me quedaba solo en el mundo, el móvil sonó. Presa de la confusión ante tal suceso, no pude evitar sino responder a la llamada. Al otro lado una extraña voz empezó a hablarme de la importancia de entablar contacto con personas como yo.

Hice caso omiso de sus consejos, aunque debo reconocer que lo extraño de aquella llamada logró intrigarme hasta tal punto que no pude evitar descolgar el móvil las siguientes semanas en las que la extraña voz llamaba para despertarme. La voz me decía una y otra vez que debía probar a hacer amigos por lo que un día decidí intentarlo (sólo para comprobar si la voz desconocida tenía razón o no).

Un gorrión con el ala partida fue mi primer amigo. Tras llevarlo a casa y atarle a la pata de una silla, pasé dos semanas enteras hablándole; el pájaro murió, no sé si fruto de inanición o del aburrimiento; sea como fuere, aquella experiencia me maravilló, por lo que pasé los siguientes meses practicando aquella terapia con animales abandonados que encontraba por la calle.

Las extrañas llamadas seguían teniendo lugar y cada vez confiaba más en los consejos de aquella voz. A punto estuve de contarle mis progresos en lo referente a la interacción con otros animales, pero temiendo que el trágico final que les acontecía pudiera asustar a la voz, mentía y decía que había empezado a entablar amistad con ellos.

En vista de mis progresos en lo que a socializar respecta, la voz sugirió que intentase ahora relacionarme con personas y así lo hice.

Edgar era un niño de siete años al que no pareció incomodar que un adulto como yo le invitara a casa a ver a su colección de animales disecados. Ya en mi habitación, empecé con las presentaciones; primero el gorrión, después el gato negro, seguidos de la rata y el cachorrito schnauzer. Asustado, supongo que por la impresión que le causó ver la cara de horror de aquellos animales, Edgar pidió entre sollozos que le llevara de nuevo al parque. Aquello me ofendió, pues pensaba que Edgar valoraba nuestra amistad, así que para hacerle entender que éramos amigos, le até, tal y como había hecho con los otros. Para mi sorpresa y el horror de mis padres, el resultado fue el mismo que con mis otros compañeros y el joven Edgar murió, aunque esta vez creo que no fue de aburrimiento.

Después de aquel triste episodio pasaron varias semanas hasta que la voz volvió a llamarme para despertarme como de costumbre de mis apacibles sueños. Esta vez no entendía qué quería que hiciera pero lo achaqué al hecho de que debía estar demasiado dormido para comprender bien su mensaje.

Quería jugar a un juego conmigo, "el escondite de los mayores" decía;  el pasatiempo consistía en esconderse lo mejor que pudiera de todos los que me buscaban por haberle hecho daño a Edgar y él me ayudaría a hacerlo.  Sólo tenía que comprar ladrillos y cemento, elegir un rincón de mi habitación e ir colocándolos unos encima de otros hasta formar una pared que me protegiese del mundo exterior.

He perdido la cuenta del tiempo que llevo aquí. No comprendo por qué nadie viene a sacarme o por qué cuando llamo al número de la voz extraña, suena en la habitación de mamá y papá.



 

 

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