La luz cegadora del foco sobre los ojos y la anestesia haciendo efecto en la punta de la lengua. Las dos cirujanas que llevarán a cabo la operación hablan entre ellas sin prestarme demasiada atención. Trato de relajarme estirado en el sillón. Sé que la intervención durará un par de horas, como poco. Meses atrás me extrajeron todos los dientes por un problema de piorrea. Ahora me abrirán las encías para injertarme una especie de arenilla que con el tiempo se convertirá en hueso. Cuando eso ocurra habrá una tercera operación en la que me implantaran unos tornillos donde, una vez hayan cicatrizado, podrán ajustar la prótesis definitiva. Hay una bandeja adosada al sillón por un brazo articulado y sobre ella han dispuesto ordenadamente el instrumental quirúrgico que usarán conmigo. Bisturís, ganchos, pequeños taladros, pinzas… Las mujeres toman posiciones y se colocan una a cada lado del sillón donde estoy tumbado. Se enfundan unos guantes de látex y me avisan de que van a empezar.
-¿Preparado?
Asiento con la cabeza y cierro los puños con fuerza.
Dos horas y media más tarde salgo de la clínica. El viento empuja la lluvia de un lado a otro, como si fuera incapaz de decidirse hacia dónde dirigirla. A pesar de que aun sigo bajo los efectos de la anestesia, con la punta de la lengua puedo notar los puntos de sutura que están dispuestos a lo largo del arco de las encías superiores. Todavía no siento ninguna dolencia, tan solo un ligero atontamiento, pero me han advertido que según se vaya pasando el efecto de la anestesia el dolor de los cortes y las perforaciones hará acto de presencia. Han añadido que durante los próximos días mi cara estará hinchada y amoratada. En el bolsillo guardo la dentadura postiza. Sin ella me siento desnudo. Recuerdo la primera vez que me miré en el espejo después de quedarme sin dientes. De pronto había envejecido treinta años. Así, sin más, el tipo que tendría que ser pasadas unas décadas estaba frente a mí. Tuve que enfrentarme a mi imagen y concienciarme de que el reflejo que me devolvía el espejo era el mío. Me detengo en una farmacia que pilla de camino. Aguardo hasta que llega mi turno. Al intentar hablar soy incapaz de vocalizar y de mi boca cae un hilo de saliva y sangre que termina aterrizando sobre el cristal del mostrador. Inmediatamente lo limpio con el pañuelo. La farmacéutica se muestra comprensiva y actúa como si no hubiera pasado nada. En la clínica dental me han dado un papel donde han apuntado los medicamentos que tengo que tomar. Se lo entrego a la boticaria. Ella va de un estante a otro recogiendo los productos que están anotados en la lista y los va dejando sobre el mostrador: una caja de antibióticos, otra de analgésicos, un tubo de gel cicatrizante y un cepillo bucal con las cerdas súper blandas para aplicar el gel en las encías. Luego desliza la mercancía por el escáner de la caja registradora, lo mete todo en una bolsa de plástico y me la pasa a cambio del importe del ticket.
En el portal de casa coincido con una pareja que vive en mi misma planta. Casi no les conozco. Se mudaron a este edificio hace unos meses y solo nos hemos visto un par de veces. Son un poco más jóvenes que yo. Ella parece simpática. Él por el contrario se muestra reservado. Tiene ojos de serpiente. Cuando te mira notas que en cualquier momento te puede inocular su veneno. Subimos en el ascensor. Ella comenta algo sobre el tiempo. Los tres estamos calados por la lluvia y bromea al respecto. Me gustaría responderle con una sonrisa, pero dado que estoy sin dientes prefiero pasar. Lo primero que hago al entrar en casa es tomarme la medicación. El dolor es soportable, no obstante, las pastillas tardan una media hora en ser efectivas e intuyo que para entonces voy a necesitar de toda su eficacia. Frente al espejo del baño veo que la hinchazón empieza a manifestarse en los carrillos. Me parezco a Marlon Brando en el Padrino. Trato de imitar sus gestos y pronuncio algunas frases de la película. Nunca se me han dado bien las imitaciones. Desde que he salido de la clínica odontológica tengo unas ganas enormes de fumar. Me lo han prohibido tajantemente, claro que desde un principio he sabido que de todas las cosas que no me conviene hacer durante la convalecencia, esta iba a ser la única que me iba a saltar. Lio un porro y fumo. De pronto me siento muy cansado. Anoche no pude dormir pensando en la operación y ahora sufro las consecuencias. Me tumbo en el sofá, me cubro con una manta y dejo que el hachís me lleve más allá del sueño.
Me despierto con el sabor de la sangre en la boca. Se ha hecho de noche y el salón está a oscuras. La lluvia aporrea los cristales de la ventana como si quisiera entrar al abrigo del salón. En el reloj son las ocho y veinte de la tarde. He dormido un montón de horas. Noto la cara con la piel tirante a causa de la hinchazón. Me toco y es como palpar un balón de fútbol. En el espejo del baño veo mi rostro totalmente deformado y amoratado. Me lo advirtieron, pero nunca pensé que la inflamación llegaría a estos extremos. He dejado de parecerme a Marlon Brando en el Padrino y he pasado a ser el hombre elefante. En la cocina me doy cuenta de que no he comido nada desde el desayuno. Abro la nevera y observo los estantes. Ayer fui al supermercado e hice acopio de purés, zumos, batidos, yogures y sopas. Es curioso lo mucho que se limita la oferta alimenticia cuando no tienes dientes para masticar. Preparo un puré de patatas y me lo como haciendo frente a un sinfín de dificultades.
Después de cenar me encuentro mejor. Los analgésicos cumplen con su cometido y el dolor que siento es llevadero. Enciendo la tele y me acomodo en el sofá para dejar pasar las horas.
Tres de la madrugada. Lo bueno de haber pasado la tarde durmiendo es que esas primeras horas de recuperación, que sin duda son las más dolorosas, han discurrido sin que me causen molestia. Lo malo, ahora no tengo sueño e intuyo que tendré que pasar el resto de la noche en vela. Estoy harto de tanta televisión. La apago y pongo música. Desde la ventana veo que sigue lloviendo. Lluvia y jazz. Por unos instantes, la mezcla de ambos me lleva a un recóndito lugar de mi cabeza donde las ideas están por llegar y los recuerdos se ordenan sin ninguna lógica. Unos ruidos en la puerta se sacan de mi ensimismamiento. Por la mirilla veo al vecino de al lado, ese que tiene ojos de serpiente. Siendo las horas que son imagino que lo que le trae hasta mi puerta debe ser importante. Puede que venga a quejarse. Quizás el volumen la música no está tan bajo como creía. Nada más abrir, el tipo me echa a un lado y entra en la casa. Va a la cocina, se queda frente al fregadero. Abre el grifo y amaga con beber, pero en la mano no lleva vaso y todo queda en una pantomima. Le pregunto qué coño hace, sin embargo él actúa como si no me oyese. Me fijo en que lleva la camisa mal abotonada y que calza la zapatilla del pie izquierdo en el derecho y viceversa. De pronto se pone a hablar. Su voz es grave como la crisis nacional. Dice algo de un atraco a un almacén de electrodomésticos. Sale de la cocina y enfila el pasillo hasta que llega al dormitorio. Entra, sin ninguna explicación se mete en mi cama y se tapa con el edredón. Su comportamiento es de lo más extraño e intuyo que se debe a algún problema interno. Decido que lo mejor es ir a buscar a su mujer. De primeras cree que vengo a pedir ayuda. No la culpo dado el estado de mi cara. Le cuento lo sucedido y me acompaña hasta mi dormitorio. Al ver a su marido roncando en mi cama se disculpa y me explica que su compañero sufre trastornos del sueño que le llevan a deambular por ahí mientras sigue dormido. Añade que no es aconsejable despertarle ya que podría reaccionar violentamente. Ahora mismo lo que menos me apetece es que alguien se ponga en plan agresivo. Le digo que no tengo pensado dormir por lo tanto su marido se puede quedar ahí toda la noche. Ella desea volver a su cama cuanto antes, se le nota, así que da por buena mi oferta, me agradece el gesto y regresa a su piso. No me hace gracia quedarme a solas con un desconocido, sabiendo además que puede reaccionar violentamente. Pero dadas las circunstancias qué otra cosa puedo hacer. Cierro la puerta del dormitorio y regreso al salón. Lio un porro. Luego conecto el ordenador y en el buscador escribo: Peligros derivados de los trastornos del sueño.
Me despierta la luz matinal. Me he quedado dormido en el sofá y tengo la espalda dolorida. Noto que la cara ha ido a peor y que la inflamación llega a la zona inmediata a los ojos. Casi no puedo abrirlos. Me incorporo y me asomo a la ventana. En la calle un baile de paraguas, una coreografía improvisada donde cada uno ejecuta sus pasos como le viene en gana. De pronto me acuerdo del vecino. El dormitorio está vacío y la cama hecha. Sobre la mesilla hay una nota en la que han escrito: Gracias. Te debo una. Añade una posdata: Te he cogido prestada una china. Efectivamente, a mi piedra de hachís le han dado un mordisco.
Han pasado dos días. La inflamación de la cara ha bajado un poco. Eso quiere decir que ya he pasado lo peor y que a partir de ahora la hinchazón irá bajando hasta que vuelva a la normalidad. Llaman al timbre. Es el vecino.
-Tranquilo, esta vez vengo despierto.
Carga con una gran caja de cartón. Es un televisor de cuarenta y ocho pulgadas con pantalla plana de plasma. Dice que es para mí, un detalle por haberle dejado pasar la noche en mi cama. De pronto lo veo claro. Lo que dijo del atraco estando dormido resulta que es cierto. Seguro que la tele forma parte del botín. Le digo que no la quiero, que ya tengo una y no necesito más. No le gusta mi negativa, lo veo en su cara, en sus ojos de serpiente. Cierro la puerta. Por un instante he creído que me iba a agredir, a inocular su veneno. El viento cambia de dirección impulsando la lluvia contra los cristales de la cocina. El ruido que provoca me sobresalta. La tensión del momento hace que me tiemblen las manos y que el corazón vaya a mil.
Las horas transcurren lentas, se arrastran como caracoles narcotizados. Ya han pasado diez días desde la intervención quirúrgica, aunque a mí me parece que fue hace siglos. En todo este tiempo la inflamación de la cara ha desaparecido y las encías han ido cicatrizando con normalidad. Lo que peor llevo son las comidas. Desde esa primera operación en la que me quitaron los dientes, de eso hace más de medio año, comer se ha convertido en un suplicio. Tener que masticar llevando prótesis es bastante desagradable, yo al menos no consigo acostumbrarme. Aunque estar sin ella es peor. Menos mal que dentro de un par de días me quitaran los puntos de sutura y podré volver a ponerme la dentadura postiza. Tengo ganas de que acabe este encierro. Me asomo a la ventana. Sigue lloviendo. De los vecinos no he vuelto a tener noticias. De vez en cuando les oigo entrar o salir de su casa. Por lo demás, se mantienen al margen de mi vida, cosa que agradezco.
Escucho unos ruidos en la casa de los vecinos. Es como si estuvieran moviendo los muebles de sitio. También se oye jaleo en el rellano de las escaleras. A través de la mirilla de la puerta veo que hay dos hombres vestidos con monos azules cargando con un armario. Lo sacan del piso y lo meten en el ascensor. Seguidamente otros dos peones sacan un sofá y aguardan en el descansillo a que el ascensor vuelva a subir. Me asomo a la ventana del salón. Abajo está aparcado un camión de mudanzas. Ajenos a la lluvia los operarios cargan los muebles en el remolque. Parece que los vecinos dejan el edificio. Ya no tendré que volver a lidiar con ellos.
He madrugado para ir a la clínica odontológica. En el portal, al pasar por delante del buzón veo que tengo correspondencia. Es un paquetito que no lleva sello ni dirección. Lo abro. Dentro hay una placa de hachís junto a una nota: El favor consiste no en lo que se hace o se da, sino en el ánimo con que se da o se hace.
Salgo de la clínica odontológica. Me han quitado los puntos y me han ajustado las prótesis. Con la dentadura he recuperado la confianza y me apetece pasear por la ciudad. Por suerte ha dejado de llover. Después de estar enclaustrado durante tantos días el jolgorio urbano me produce un sentimiento de zozobra. Vencido el primer impulso de amilanamiento, sigo con el paseo. Llego al parque, elijo un banco apartado y me siento a disfrutar del aire fresco.
Al rato se acerca un anciano con aspecto de vagabundo. Toma asiento a mi lado. Mira al cielo con preocupación y añade:
-Va a nevar.
Está nublado, por lo demás no sé en qué se basa para hacer su pronóstico. De la mochila saca un cortaúñas y procede a hacer uso de él. Tiene manos de cirujano. Limpias y bien cuidadas. No pegan para nada con su aspecto harapiento.
-Eso que fumas huele de maravilla.
Le paso el canuto. Da una larga calada y mantiene el humo dentro.
-Buena calidad. ¿Puedo acabármelo?
-Todo tuyo.
-Me gusta esta ciudad. Acabo de llegar, pero lo poco que he visto me gusta.
Su voz suena cercana y amiga. Hay algo en su tono que da prestancia a lo que dice. Hace un relato de sus viajes. Todo un mosaico de ciudades y gentes quedan reflejados en sus palabras. En un momento dado, calla. Sus ojos se entristecen y unas arrugas le cruzan la frente. Habla de una mujer. Dice que le dio todo lo que tenía pero que no fue suficiente. Vuelve a quedarse en silencio, mirando a la nada. Noto que se ha ido lejos; en busca de esa mujer. Termina el porro y se despide. Se aleja encorvado y con paso tranquilo. Andados unos metros, se detiene. Saca algo del bolsillo, lo deja en el suelo y lo tapa con unas cuantas hojas. Después sigue por el sendero hasta que sale del parque. Siento curiosidad. Me acerco a ver qué es lo que ha enterrado. Al apartar la hojarasca encuentro un jilguero muerto. En ese momento se levanta una brisa que trae el olor de las aguas del estanque y comienza a nevar. Alzo la vista al cielo para ver el descenso de los copos. Cerca, un grupo de niños corren detrás de una pelota. Sus gritos forman parte del parque, tanto o más que los árboles que hay en él, el propio estanque o los jardines que lo visten.