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ISSN 1989-4163

NUMERO 74 - VERANO 2016

El Caracol no Volverá Jamás

Paco Piquer

 

     

            El ascensor se detuvo de forma brusca entre dos pisos. Ernesto Laínez pulsó la alarma y el chirrido del timbre recorrió su espinazo como una premonición.

            La mujer que con él compartía la cabina le observaba, aparentemente en calma, mientras Ernesto trataba de abrir las puertas sin conseguirlo.

            – Déjelo, es inútil. – dijo ella, haciéndole desistir de sus esfuerzos.

            – Bueno, será mejor que nos presentemos –  Ernesto, abandonó sus vanos intentos por liberarles y le tendió la mano, pensando, no sin temor, en el tiempo que podían pasar juntos en aquella ratonera – Me llamo… - Ella le interrumpió.

            – No creo que sea momento de presentaciones. Si el ascensor se desploma,  tendrá poca importancia el hecho de que usted y yo sepamos nuestros nombres. A los que rescaten nuestros cuerpos destrozados les importará un bledo saber si nos conocíamos.

            Ernesto se quedó pensativo, analizando sus palabras.

            – Quizá tenga razón – admitió convencido.

            Hubo un largo silencio. La idea de una muerte posible y próxima se paseó por su mente.

            – Yo había dejado de fumar –  después de pasar revista a los últimos logros de su vida, ninguna otra cosa se le antojaba más relevante que haber vencido aquel vicio.

            La mujer le dedicó una sonrisa comprensiva mientras decía:

            - Puede que ahora  le apetezca fumarse un cigarrillo – dijo a la vez que le ofrecía un pitillo.

            El dudó, aceptando por fin, tras un ligero titubeo.

            Fumaron los dos con fruición, como si de lo último que fuesen a hacer en su vida se tratase.

            De pronto, el ascensor se movió, acompañado de un estrépito de metal. Como si golpease contra el hueco.

            Pareció descender unos centímetros, se apagaron las luces y el tenue neón de la lámpara de emergencia transformó la cabina en un extraño juego de luces y sombras.

            Tras unos segundos que parecieron eternos, se detuvo.

            Volvió el silencio y sus respiraciones agitadas recuperaron, despacio, su cadencia normal.

            Ernesto se sentó en el suelo. Su rostro denotaba angustia, temor.

            - ¿Cree qué sabrá alguien que estamos aquí? – Sostuvo la mirada, intentando trasladar su pánico a los ojos fríos de ella, que parecía no haberse inquietado lo más mínimo.

             – Puede – su respuesta fue lacónica. Gélida. Como si la situación no la afectase.

            - ¿Y el sexo? – el sorprendido Ernesto se incorporó del suelo de un salto, ante aquella pregunta inesperada.

            - ¿El sexo? – la miró intrigado.

             – Sí, hombre. El sexo. ¿O es qué también ha dejado de follar?

            Ernesto sonrió, nervioso.

            ¿Cómo podría aquella desconocida saber que había acudido a aquel edificio para cumplimentar en el despacho de abogados del piso diecisiete el trámite de su divorcio con Ana y que hacía varios meses que permanecía en la más absoluta sequía?

            Exactamente desde que su mujer se marchó con aquel vendedor de seguros de Valladolid que tenía un viejo Mercedes restaurado, dejándole con su soledad y con la hipoteca de la casa a medio pagar.

             – Bueno… – vaciló – en cierto modo, sí. – afirmó, esbozando una tímida sonrisa, como si se avergonzara de sus palabras.

            –  Lo sabía – Su seguridad, ruborizó a Ernesto.

            - ¿Cómo lo ha adivinado? – preguntó, tratando de poner un poco de orden en aquel absurdo.

            – No ha dejado de mirarme desde que entramos en el ascensor – contestó la mujer.

            Ernesto reparó por primera vez en ella con detalle. Analizando su belleza.

            – Dispense. Me está haciendo sentir violento – protestó tímido, mientras ella se le acercaba a escasos milímetros y su proximidad le provocaba una súbita erección que se insinuaba en su entrepierna. 

            Ernesto pudo sentir su respiración junto a su boca, oler su perfume.

             – No sea usted hipócrita. Sé que me está deseando –  su voz adquirió un tono cada vez más insinuante.

            Ernesto se apartó los pocos centímetros que la estrechez de la cabina le permitía.

            – Vamos a morir, amigo – dijo mientras su mano acariciaba el rostro perplejo de Ernesto - ¿Qué importa un poco de placer, después de todo? 

            Un nuevo e inesperado movimiento del ascensor interrumpió sus palabras.

            Otra vez los ruidos, el descenso intuido de algunos metros. La brusquedad de la detención.

            La luz de emergencia se apagó de pronto.

            Un segundo antes de la oscuridad total, la mujer se arrodillaba frente a él y comenzaba a desabrocharle el cinturón.

            Ernesto cayó al suelo por efecto del súbito movimiento de la cabina. Sucedió un largo silencio en el que trató de evaluar la situación.

            - ¿Se encuentra bien? – preguntó tratando de incorporarse.

rnesto tanteó, buscándola, al ver que no contestaba.  ¿Dónde estaba?

            Después de palpar los cuatro rincones de la cabina, se convenció de que él era el único ocupante del ascensor.

            Unas voces lejanas le sacaron de su perplejidad.

            Percibió un movimiento, como si fuese izado. Las voces se hicieron poco a poco inteligibles.

            – ¿Hay alguien ahí? – preguntaron a gritos. – Tranquilos, tranquilos. Vamos a sacarles.

            Tras grandes esfuerzos abrieron las puertas y Ernesto pudo salir al pasillo. Al abandonar la cabina pudo darse cuenta de que llevaba los pantalones por debajo de las rodillas. Se sintió ridículo.

            Los operarios se miraron entre sí, disimulando sus sonrisas.

            Trató de serenarse y olvidar el incidente.

            Por las escaleras, subió hasta el piso dieciséis y se dirigió hacia el despacho de abogados donde debía firmar los documentos de su divorcio.

            Tras la mesa del despacho en que fue introducido, una mujer, a la que reconoció de inmediato, le invitaba a sentarse.

             - ¿Se encuentra bien, señor Laínez? – le preguntó la belleza que había abandonado el ascensor un piso antes de que él se quedara colgado de unos cables.

            De unos malditos cables y de su imaginación.



 

 

El ascensor

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

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