Si un pelma es algo realmente insoportable –y qué no decir de dos pelmas, tres pelmas o cuatro pelmas juntos-, la pelmaza no se puede soportar. En su presencia, dan ganas de correr al aeropuerto más cercano, aunque sea Barajas, y subirse al primer avión, aunque esté lleno de señoras con burka -¡qué calor!- y de señores en pantalón corto y con gorra visera -¡qué atentado contra el decoro!-. Al pelmazo le puedes decir que se largue con viento fresco, pues suele ser un vulgar acosador que no tiene ni media bofetada, pues como todos los acosadores es un cobarde; pero ¿y a la pelmaza, qué armas existen para desactivarla?
Aunque no queramos señalarla, todos conocemos a alguna pelmaza que lo es en mayor o menor medida (se puede ser pelma un rato o por toda la eternidad, que de todo hay). De hecho, todos y todas podemos recalar en un momento u otro en la pesadez y convertirnos por un rato en un marrón con el que el otro o la otra no saben qué hacer: un amor truncado, una duda existencial, cualquiera de esas causas sirve para bordear peligrosamente los límites de lo soportable para el prójimo, aunque nos quiera bien.
La verdad es que se puede ser pelma por motivos tan distintos que no se podrían enumerar aquí: todos los excesos son malos, que dijo aquel, en primer lugar el del alcohol, que a la mayoría le sienta fatal. Hay gustos para todo y no quisiera yo pecar de antifeminista con mi siguiente aseveración, pero aunque me cueste decirlo, entre un borracho y una borracha me quedo con el borracho, que en algún momento se irá a dormir. La borracha, en cambio, tiene una capacidad de resistencia que ni un mamut y la he visto agarrarse a la barra del bar hasta que los barrenderos, cegados por el sol, se acercan a pedir un carajillo. La pesadez femenina es mucho más pegajosa, qué le vamos a hacer.
Decía que las causas de la pesadez son tantas como los colores de un pantone, ese infinito abanico de tonalidades que responde al nombre de una empresa norteamericana: desde el exceso de verborrea hasta el llanto fácil, pasando por la inveterada costumbre de no saber tomar decisiones sola -cosa que acontece cada vez a más mujeres, en este mundo nuestro en que se les pide ser a la vez amantes, madres y brillantes profesionales, amén de tener la autoestima por los cielos-, la pesadez se manifiesta bajo mil apariencias, aunque la consecuencia sea siempre decir “no puedo más”.
Hubo un tiempo en que la pelma era la tonta, la que se sumaba al grupo sin entender que su compañía no apetecía o te daba la chapa en la sala de espera del dentista sin entender que estabas a punto de sucumbir al dolor de un molar traidor. Pelma hay siempre una en cada escalera, que suele ser también la que controla quien viene o va: te pilla cuando más prisa tienes para salir o cuando te urge llegar a casa para ir al baño, ya tengas los pasos afelpados como una pantera o lleves zapatos de claqué. Pero la vida loca que llevamos al ritmo pertinaz del estrés, la invitación permanente a perder el equilibrio emocional que nos hace este día a día acelerado que no sirve para nada más que para acabar mal, puede convertir a cualquiera en un tostón.
Y es que a diario se nos invita a sopesar nuestra propia vida como quien se pesa en la báscula y Occidente ha empezado a llenarse de seres dedicados a la agotadora tarea de mirarse al espejo cada dos por tres. Saldrá airosa la aspirante a pelmaza que se niegue al juego, que aprenda a apagar la tele y no leer los diarios, a desoír cualquier consejo que la invite a ser más sana, más delgada o más lista, y a decirle al vecino de asiento “¡qué bonito día!” no cuando acaba de llegar sino cuando está a punto de marcharse.