Si quieres leer la primera parte,
aquí la tienes.
Me levanté a las siete de la mañana y, tras tomar un suave desayuno, me dirigí hacia Torremanzanas, adonde llegué a las once y media. A pesar de que el pueblo era más pequeño que Relleu, la calle principal estaba atestada de gente que esperaba excitada el comienzo de “La banyà”. Entré en el Amber, un bar situado frente a la fuente pública y, tras refrescarme con una cerveza, conseguí que me dieran el nombre y el modo para llegar a una casa rural donde pasar la noche. Tenía el poco original nombre de “La Torre”. Estaba situado a unos doscientos metros de donde tendría lugar la batalla de agua, en una bocacalle del carrer major, prolongación de la avenida de España. Pedí una habitación a Mati, nombre de la joven recepcionista, que pagué al momento. Al ir a llamar a mi mujer para informarle de que ya había llegado, constaté que no había cobertura. Al preguntar a Mati, esta me informó de que en el pueblo solo había cobertura de Movistar. Bueno, pensé, también tenía algo de encanto estar aislado telefónicamente, como sucedía habitualmente hacía no tantos años. A las doce, refrescado, volví a salir a la calle. La avenida de España estaba aún más atestada, llena de gente con cubos de agua preparados para cuando el reloj de la iglesia repicara la una. En un pequeño ultramarino, me hice también con un cubo y un cuarto de hora antes de que comenzara “La banyà”, hice una breve cola en uno de los seis caños de la fuente y llené el cubo con el agua cristalina y helada. Los caños se situaban en la pared del lavadero que daba a la avenida de España. El resto del lavadero era una pequeña construcción accesible tras una puerta de reja a la derecha de los caños. Su interior era visible a través de la puerta y de tres ventanas de medio punto a media altura. Otros cargaban sus cubos desde un camión cisterna. Aún no habían dado la señal de inicio, así que me aproximé un poco al lavadero. A través del enrejado contemple un rectángulo de unos tres metros de largo por un metro de ancho, con las clásicas piedras inclinadas hacia el agua del centro donde antiguamente las mujeres fregaban y aclaraban la ropa. Era territorio local. Se veía que casi todos los que estaban situados en esa parte eran lugareños, ya que era evidente que se conocían los unos a los otros. Me retiré de nuevo hacia el otro lado de la fuerte y allí esperé hasta la hora en punto. Poco antes, los cinco bares que daban a la avenida cerraron sus puertas para evitar que algún gracioso entrara durante “La banyà” y arrojase un cubo lleno de agua sobre los clientes y los camareros.
Cuando estalló el cohete pareció desatarse la locura generalizada. La gente arrojaba su agua a diestra y siniestra a lo largo de toda la avenida. El primer baldazo que me alcanzó me hizo dar un respingo al notar la gelidez del agua. Algunos más preparados iban con un pulverizador para sulfatar. Aunque lo hubieran limpiado a fondo de los residuos químicos, no me pareció muy higiénico. Al principio, la gente volvía a hacer pacientemente cola en la fuente o el camión cisterna para rellenar de nuevo los cubos, pero era bastante lento. Al llenar el mío por segunda vez, vi que un grupo había entrado en el lavadero y allí dentro sí que se había desatado una guerra de agua sin cuartel. Con juvenil picardía vacié mi cubo en una linda joven que se me puso a tiro y vestía una camisa blanca que se adhería al cuerpo. El golpe de frio le remarcó de tal forma los pezones que me hizo apartar la vista, algo avergonzado. Observé que, tal y como me había avisado Luis, la gente comenzaba a recoger el agua sucia del suelo para recargar sus cubos con mayor celeridad, así que opté por alejarme un poco del centro de la batalla y situarme junto a la puerta del Amber, frente a la fuente y el lavadero. De pronto vi una maniobra un tanto extraña. Un grupo de los jóvenes que estaban junto al lavadero, rodearon a un muchacho y, sin empujarle, le arrastraron hacia el interior. Pensé que quizás se había metido con uno de los torruanos y sus amigos le iban a bombardear de agua. En cuanto entró, no pude ver qué ocurría dentro del lavadero, ya que los torruanos, que eran clara mayoría en la zona, rodearon el lugar. Si no te fijabas, parecía que bloqueaban de forma casual el lavadero, pero las miradas que se echaban los unos a los otros me dieron la impresión de que aquella maniobra no era arbitraria. En un momento en que miraba en dirección al patio de la escuela, escuché un alarido, acallado por otras docenas de gritos. Provenían de la zona del lavadero. Todos los que se encontraban en aquella zona habían comenzado a gritar sin sentido aparente y atropelladamente. Como suele suceder en las algarabías, los gritos se expandieron por toda la concurrencia de aguadores. Al minuto, igual que se había iniciado, aquellos gritos se fueron extinguiendo para limitarse a los que exhalaban los que eran mojados de súbito y sin previo aviso; en especial cuando la que recibía el baldazo era una chica. Por fin, los que estaban dentro del lavadero salieron y, como si se hubiera dado una consigna, aquella muralla humana que rodeaba la pequeña construcción pareció disolverse y volver a actuar con normalidad. Dos circunstancias me hicieron cavilar. Una, la expresión de satisfacción que, de pronto, exhibían en sus rostros. La segunda era que, en medio del gentío, no vi salir al joven al que habían empujado dentro del lavadero. Desde aquel momento se impidió que nadie entrara en el lavadero. Por las voces que daban, entendí que era porque el agua allí dentro ya estaba demasiado sucia. Alguien cerró la puerta de entrada. ¿Le habían hecho algo a aquel joven o había salido entre los demás sin que yo lo viera? Comencé a temer que estuviera allí dentro herido o, quizás peor, ahogado. No supe qué hacer. Por fin, el estallido de un nuevo cohete dio fin a aquella licuada celebración. Indeciso, esperé unos minutos hasta que la zona del lavadero quedase casi desierta para acercarme con disimulo. Miré a través de una de las ventanas y no vi más que agua sucia por todas partes, especialmente en la poza. Al menos, no vi ningún cuerpo flotando, lo que me tranquilizó.
Me fui unos metros más allá, al bar El Chato, cuya barra estaba llena de chicos y chicas aún calados por completo y que pugnaban por conseguir la atención de los dos desbordados camareros. Conseguí un tercio y me apoyé en una de las paredes para beberla. Junto a mí, tres chavales de unos quince años hablaban acaloradamente.
-¡Te juro que es verdad! He visto cómo se hundía.
-No seas mentiroso. Si estabas a más de seis metros. No has podido ver nada.
-Creo que tenías tantas ganas de verlo que te lo has imaginado –intervino el tercero.
-A lo mejor era la sombra –admitió el primero.
-Estoy deseando ser quinto para que me dejen participar –dijo con anhelo el más joven.
De pronto, el que había afirmado que había visto algo se fijó en mí y les dijo algo en voz baja a los otros, que me miraron. A pesar de que puse cara de no estar atento a sus palabras, se levantaron y se fueron. Me pregunté de qué estaban hablando. ¿Era posible que fuera sobre lo que podía haber ocurrido en el lavadero o me estaba creando una película en mi cabeza en base a las vagas advertencias de Luis? No había nada real en lo que pudiera basarme para explicar mi inquietud, pero a pesar de la normalidad que envolvía, sentía la irracional sensación de que allí había ocurrido algo extraño. Recorrí los bares de la calle apostándome cerca de los grupos de torruanos para intentar escuchar sus conversaciones y conseguir llegar a alguna conclusión respecto a mis sospechas, pero no conseguí oír nada que me pudiera tranquilizar ni alarmar. Se les veía alegres y satisfechos, aunque eso no tenía nada de particular en las fiestas del pueblo con el alcohol corriendo ahora con la misma facilidad que el agua hacía un rato.
Me dirigí a comer en el Amber. Enfrente, un grupo de niños revoloteaban cerca de la entrada del lavadero, haciendo amagos de entrar en él, aunque ninguno se decidía a abrir la verja que habían dejado cerrada. Me quedé mirándolos un par de minutos. Daba la sensación de que el cruzar aquel umbral, e incluso tocar el forjado, era una especie de prueba de madurez que aún no estaban en condiciones de superar. Tras la comida me dirigí al hotel y me eché una siesta plagada de pesadillas algo inconexas. A las seis di un recorrido por el pueblo. La mayoría de los forasteros se habían marchado ya y los jóvenes torruanos hacían tiempo paseando y en los bares hasta que se celebrara la verbena en la escuela.
Aunque aún era de día, el sol se había ocultado tras las montañas y el ambiente había refrescado bastante. Sin pretenderlo de modo consciente, me había ido acercando al lavadero. La reja estaba cerrada, pero al girar el pomo, se abrió. Miré a mí alrededor y nadie parecía observarme. Con algo de prevención, entré dentro. El agua se había reposado desde el mediodía y mostraba una transparencia que me tranquilizó. Esperaba ver un fondo de piedra, pero no era así. Una plancha rectangular de hierros cruzados con huecos entre sus líneas hundida a unos cuarenta centímetros de la superficie, se apoyaba sobre unos pequeños salientes en las esquinas de la pila. Más allá del hierro, el agua se volvía oscura y opaca. De las cuatro esquinas de la plancha, unas cadenas subían hacia el techo, donde, por mor de otras tantas poleas, cambiaban de dirección hasta llegar al centro, donde se juntaban en una enorme polea, de la que salían unidas hasta caer juntas casi hasta el agua. Debía ser el medio para levantarla. Superando mi cobardía, introduje la mano en el agua. Estaba helada. Agarré la plancha por los resquicios del hierro y tiré hacia arriba. No se movió ni un milímetro. Como sospechaba, aquel hierro pesaba una barbaridad. Por el rabillo del ojo sentí una pequeña sombra. Me acerqué hacia donde parecía haberse movido algo y me incliné para intentar distinguir qué había bajo la plancha. Tras unos momentos vi moverse un pequeño objeto. Focalicé la vista y sufrí una verdadera conmoción. Durante el instante en que había pasado por unos de los huecos del hierro pude reconocer de qué se trataba: eran la falange distal y la falange media de un dedo, con su rosada uña. De pronto, el agua se removió con violencia, como si algo lo hubiera agitado con fuerza. Algo que tenía que ser muy grande.
Salí de allí como alma que lleva el diablo. Cerré la verja y me alejé unas docenas de metros hasta llegar a la pizzería. Me senté en una de las sillas de plástico verde oscuro y cerré los ojos intentando no pensar en lo que había visto y lo que podía significar. Los abrí cuando alguien se dirigió a mí.
-¿Le pasa algo?
Miré a mi interlocutor. Era un joven torruano y su mirada era más de intriga que de preocupación.
-No, nada, nada. Un pequeño golpe de calor.
En ese momento se asomó la camarera y, aliviado, le pedí una cerveza. Cuando me la trajo, di un gran sorbo y comencé a serenarme, aunque por poco tiempo. Disimulé como pude para dar a entender que no me percataba, pero me di cuenta que los ocupantes de una de las mesas de la terraza me miraban con insistencia y cuchicheaban entre ellos. Ordené una nueva cerveza y aproveché para coquetear con la camarera; no porque quisiera llevarla al huerto, sino para erradicar posibles sospechas sobre mi forma de actuar. Un hombre que se dedica a ligar es ilógico que tenga unas preocupaciones como las que alimentaban realmente mi cabeza.
Escuchando las conversaciones a mí alrededor, intervine en alguna de ellas con algún comentario para terminar de dar la sensación de forastero que solo busca alguien con quien pasar un rato por la tarde. Tuve que pedir una tercera cerveza y volver a la carga con la camarera hasta que el grupo que me vigilaba de modo inquietante se levantó olvidándose de mí.
Poco después me marché en sentido opuesto a la del grupo, por mera precaución, y me dirigí dando un rodeo hasta el hotel. Una vez allí me tumbé y seguí dando vueltas a lo que había visto y lo que había imaginado. Me pareció que lo más prudente era no dejarme ver demasiado. Quizás todo aquello era un pequeño brote esquizofrénico…, pero quizás no. En cualquier caso, opté por no hacer acto de presencia en la verbena y no salí del hotel hasta que se hizo de noche. No había visto más bares en mis paseos por Torremanzanas que los que se congregaban en la avenida de España, así que no me quedaba más remedio que volver allí si quería cenar algo, pues en el hotel no tenían servicio de comedor. Entré en el primero que encontré y pedí un bocadillo de jamón y una Coca-Cola. El ambiente seguía siendo bastante bullanguero, pero no me dio la impresión de que nadie me mirara con especial interés. Sin embargo, cuando me trajeron el bocadillo, vi como un joven daba un suave codazo a su amigo y miraban en mi dirección. Pagué y me marché sin comer el bocadillo ni terminar la bebida. En cuanto salí del bar, me dejé de disimulos y salí corriendo como alma que lleva el diablo hasta el hotel, en cuyo interior me introduje. No había nadie en recepción. Mejor. Prefería que nadie fuera testigo de mi entrada. Mientras mi corazón bombeaba acelerado, me quedé junto a la puerta para ver si alguien me seguía. Tres minutos después, ya respirando con normalidad, escuché los pasos de tres personas corriendo por el carrer major, pero no giraron hacia la calle donde yo estaba alojado. No supe qué pensar. ¿Mi imaginación me seguía jugando una mala pasada o mi rápida carrera había conseguido evitar que me hubieran seguido hasta el hotel?
Al llegar a mi habitación, corrí el pestillo, comprobé que la ventana estaba perfectamente cerrada y corrí las cortinas. A pesar de que me alojaba en el primer piso, no quería dar lugar a ninguna posible sorpresa. Cené en silencio y a oscuras mientras decidía qué hacer al día siguiente. A las doce me sobresaltaron unas explosiones. Tardé unos minutos en comprender que debían de ser fuegos artificiales. Puse el despertador del móvil a las siete; un cuarto de hora antes de que amaneciera.
Fue una noche toledana. La habitación no tenía aire acondicionado y hacía un calor sahariano. Conseguí dormirme entre sudores, despertándome cada poco rato, entre pesadillas de persecuciones para asesinarme. Por fin sonó el despertador. Aparté las cortinas. Una luz grisácea anunciaba el inminente amanecer. Me vestí a toda prisa y guardé todas mis cosas en la mochila. Dejé la llave del dormitorio sobre el mostrador y me encaminé a la salida del pueblo. Las calles estaban desiertas y mis pasos resonaban sobre un atronador silencio. Casi cedí al impulso de caminar de puntillas, pero la prisa por marchar de allí era más grande que mis imaginarios temores. En pocos minutos me encontraba fuera del pueblo hacia Alcoy por la carretera de Benifallim. Al cabo de una hora me detuve al final de una larga cuesta resollando. Decidí apartarme del camino para descansar un rato, beber algo, fumar un cigarrillo y dejarme calentar por el sol tras una montonera que me ocultaba de la carretera. Llevaría allí unos quince minutos cuando escuché unas voces entrecortadas y el ruido de unas bicicletas. Al llegar a la cima, al igual que yo, parecieron detenerse para recobrar el aliento y pude escucharles con claridad.
-¡Joder con la cuesta! No puedo ni respirar.
-Si no fumaras. Yo ni me he enterado.
-Eres un fantasma. -Me disponía a levantarme y saludarles cuando sus siguientes palabras me hicieron mantenerme inmóvil-. Si a Xim se le hubiera ocurrido ayer lo del hotel, nos habríamos ahorrado ahora todo esto.
-También se te había podido ocurrir a ti, ¿no?
Se mantuvo un silencio de varios segundos.
-Y lo peor es que lo mismo se ha marchado por otro camino.
-A lo mejor, pero si ha cogido esta ruta, lo pillaremos antes de Benifallim.
-Si Mati le hubiera preguntado adónde iba… La muy gilipollas, ni le pidió el DNI. Así que no sabemos de donde es.
-Menos mal que Bernat le hizo una foto con el móvil. Si no, hubiera sido imposible saber que era él.
-¿Y qué hacemos si lo encontramos?
-Disimular y avisar a los otros para que vengan con una furgoneta. Habrá que retenerlo hasta que se haga de noche y podamos llevarlo al pueblo.
-¿Seguro que vio algo?
-Eso dicen Toni y Jordi. Bueno, venga. Vamos. Cuando antes lleguemos a Benifallim, antes lo pillaremos o nos podremos volver.
Escuché los ruidos de las bicicletas al comenzar a pedalear. Un sudor frío me recorría la espalda. Aquellos jóvenes me estaban buscando, y para nada bueno. ¿Qué podía hacer? Si seguía mi camino, me los encontraría cuando regresaran a Torremanzanas, y era casi imposible que me diera tiempo a ocultarme. El lugar donde me encontraba no era un escondrijo demasiado bueno. De hecho, pude ver a los ciclistas cuando estaban ya a unos cientos de metros, así que también ellos me podían ver a mí. Por fortuna, estaban mirando hacia adelante. Por si acaso, me moví unos metros para ocultarme de nuevo, por si alguno giraba la cabeza en mi dirección. Observé que a unos cien metros había un pequeño bosque mediterráneo. Lanzando breves ojeadas, al cabo de cinco minutos vi que los ciclistas giraban y se perdían de vista definitivamente. Esperé mirando en su dirección un par de minutos y entonces corrí hacia el bosque. Nada más entrar, comprobé de nuevo que no estaban a la vista y, más tranquilo, me introduje en el bosque, donde me introduje a través de unas matas hasta llegar a un pequeño claro apenas visible desde fuera. Aquello no me gustaba nada. Recordé las palabras del anciano de Relleu, y me maldije por no haberle hecho caso.
Aquella búsqueda a la que me sometían, significaba que todas mis sospechas del día anterior eran ciertas. Había cogido a un visitante y lo habían ahogado en el lavadero. El porqué me era inextricable. Al menos, lo que habían dicho era verdad. Me había extrañado que la recepcionista no me hubiera pedido el carné de identidad. Eso evitaba que supieran donde vivía. Hice memoria de qué había contado en algún momento. A la recepcionista solo le había dicho que venía de Torremolinos, así que no podían saber mucho más. Pensé en llamar a la Policía, pero tampoco en aquel lugar había cobertura. ¡Maldita sea! Decidí quedarme de momento oculto allí y pensar con calma qué debía hacer. Tras darle vueltas, decidí que no llamaría a la Policía. ¿Qué les contaría? Aunque me creyeran, a saber si cuando fueran a Torremanzanas aún estaba aquel cuerpo bajo el agua. Ahora que reflexionaba sobre ello, aquel movimiento en el agua que me había hecho salir despavorido del lavadero tenía que haber sido producido por algún enorme animal. ¿Eso significaba lo que había descubierto? ¿Aquel asesinato era una especie de sacrificio que el pueblo hacía a algún ser que habitaba en aquellas profundas aguas? Me costaba creerlo, pero sino ¿qué otra explicación podía haber? ¿Desde cuándo lo hacían? Y si lo llevaban a cabo cada año, ¿cómo no había saltado la alarma? Eso solo era posible si todo el pueblo, o al menos una gran parte de él, era cómplice. Entre todos debían elegir al más idóneo después de sonsacar información a los visitantes que acudían ese día. Tenía que ser alguien, preferiblemente sin familia, o que nadie supiera que estaba allí. ¡Dios mío! Y ahora sospechaban que yo estaba al tanto y tenían que deshacerse de mí. Un nuevo escalofrío me recorrió el cuerpo a pesar del sofocante calor.
Seguía cavilando sobre si avisar a la Policía. Por si tenía alguna duda, reflexioné que si denunciaba el hecho, aunque no acudiera con ellos, mi nombre quedaría registrado y no sería de extrañar que alguien en el pueblo pudiera tener acceso a la denuncia y de ese modo podrían averiguar donde vivía.
De tanto en cuando miraba a través de las ramas la carretera. Al cabo de media hora vi un grupo de cinco ciclistas bajando por la cuesta. Deduje que eran ellos por la lentitud con la que descendían, como escrutando los alrededores del camino. Suspiré por la buena idea que había tenido ocultándome en el bosquecillo. Si no realizaban una batida, no me descubrirían, pero ¿y si traían perros? Recé para que no fuera así. Apenas tenía unas galletas que comí cuando el hambre me acució. De agua tampoco iba muy sobrado. Apenas un litro que había rellenado con agua del grifo en la cantimplora antes de abandonar el hotel. Tomé la resolución de esperar a la noche antes de moverme. Volvería sobre mis pasos cuando oscureciera y regresaría a Benidorm. Suponían unos cuarenta kilómetros. Al menos ocho horas de camino. ¿Me daría tiempo a llegar? ¿Encontraría agua por el camino? Decidí dormir mientras pudiera. La noche se presentaba ardua.
Me desperté en el crepúsculo. Eran las nueve y media de la noche. Esperé hasta las diez y cuarto. Afortunadamente la luna se elevaba sobre el horizonte, con lo que se podía ver algo. Aunque llevaba un frontal, ni se me pasó por la cabeza utilizarlo. Caminé hasta la carretera en dirección a Torremanzanas. Al llegar a sus estribaciones vi que tenía que atravesar una calle hasta tomar la circunvalación que pasaba por debajo de la Torre Almohade. Caminé aquellos doscientos metros con paso decidido pero aterrorizado. Afortunadamente no había nadie en la calle y pude ascender a la izquierda por la circunvalación, donde no había casas habitadas. En un momento dado vi las luces que anunciaban un coche. Me tiré por la cuesta y que me quedé pegado a la tierra. Cuando tenía un tramo en el que no se veía vegetación en la cual poderme esconder, corría hasta llegar a una zona así. Tuve que realizar la misma acción un par de veces más hasta que dejé atrás el pueblo. Ya eran las once y apenas había comenzado mi camino. Pensé en hacer footing para acelerar mi marcha, pero la escasez de agua me aconsejó no hacerlo. Varios coches pasaron por la carretera.
Afortunadamente, las luces los delataban desde cientos de metros antes de que yo quedara a su vista, así que me lanzaba a ocultarme en cuanto advertía una luz. En un par de ocasiones me di unos buenos golpes al tropezar en la oscuridad. Mi buena fortuna hizo que los advirtiera en lugares donde había matorrales tras los que esconderse, pero entre mirar continuamente hacia atrás y aquellas operaciones de ocultamiento, mi caminar se ralentizaba. Varios de los coches pasaron a muy baja velocidad, lo que me hizo pensar que, en efecto, me buscaban. Afortunadamente, a partir de las doce, el tráfico casi desapareció. Procuraba beber lo menos posible y a las tres y media de la mañana me encontraba a unos cientos de metros de Relleu. Estaba yendo mucho más lento de lo que esperaba. Llegar a Benidorm esa noche iba a ser imposible. Me sentía desmoralizado. Me había bebido la mitad del agua y los labios habían comenzado a agrietarse. De pronto escuché voces. Me detuve y caminé despacio. Me asomé tras una curva y vi a tres jóvenes junto a un coche. Podía ser casualidad o podían estar vigilando la entrada al pueblo. Opté por no arriesgarme y retrocedí. Bajé hasta unos bancales y les rodeé.
Entré en el pueblo para buscar la salida hacia Finestrats y santiguándome, procuré caminar sin hacer ruido por las zonas más sombrías. Para mi alborozo, en una de las calles me encontré una fuente pública. Tras comprobar que no había nadie a la vista. Me fui hasta ella y bebí hasta hartarme, además de rellenar hasta los topes la cantimplora. Sin más contratiempos localicé la salida hacia Finestrat y hacia allí me fui. Una hora después la luna se acercaba al horizonte. Veía Finestrat, pero aún me quedaba camino. Si se iba la escasa luz de la luna me sería imposible caminar, así que, unos pocos kilómetros más allá vi lo que parecía ser un bosque a unos trescientos metros de la carretera y me dirigí allí para pasar el día. Estaba cansado y había recorrido solo la mitad del camino, pero no había nada que hacer. Busqué la zona más densa de la arboleda y rezando para que no hubiera alacranes o víboras, me tumbé y me dormí.
Me desperté en numerosas ocasiones hasta las tres, en que el estómago decidió con sus protestas que ya bastaba. Tenía un hambre canina. A lo tonto, llevaba muchas horas sin comer. Me asomé por la parte de detrás del bosque y vi varios bancales de almendros. No se vislumbraba a nadie por los alrededores, así que me acerqué al almendro más próximo y me hice con una buena provisión de almendras que llevé conmigo al bosque. Con la ayuda de dos piedras las fui partiendo y llené mi estómago. Por si acaso, partí dos docenas más que guardé en el bolsillo. Me rondaba la cabeza la idea de parar un coche. Si no era de mis perseguidores, me podría llevar en un santiamén a Benidorm, pero ¿y si lo era? La prudencia prevaleció. Decidí ir andando hasta Benidorm. Mi mochila me delataría. También podía abandonarla y hacerme pasar por un paseante. Las probabilidades de que me reconocieran eran escasas. Pocos debían conocer mi rostro, pero si sospechaban, se las ingeniarían para que viniera alguno que sí conocía mi aspecto. Me resigné a pasar otra noche toledana en el camino. Al menos, con el estómago lleno pude dormitar algún rato más.
Volví a ponerme en camino sobre las diez y media tras haberme llenado con las almendras que había guardado. Con idénticas precauciones que el día anterior, fui caminando por la carretera, saltando a refugiarme tras los arbustos en cuanto una luz anunciaba la aproximación de un coche. En Finestrat esta vez no vi ningún grupo que me alarmara y la bordeé sin más sobresaltos. Cuando ya me acercaba a los alrededores de Benidorm el aviso de una luz me hizo refugiarme detrás de unos arbustos. El coche iba a velocidad de paseante y se detuvo a cincuenta metros de donde me ocultaba. Escuché voces pero no pude distinguir qué decían. Mi corazón latía desbocado. ¡Con lo poco que faltaba! Finalmente, el coche siguió su marcha cansina y a los pocos minutos se perdió tras una curva. Media hora después me encontré las primeras edificaciones iluminadas que luego averigüe que correspondían a la urbanización Golf Bahía. Justo a su entrada había una rotonda y vi un coche aparcado en las proximidades con luz dentro. Me introduje en el campo y caminé en paralelo al borde de la urbanización. Un kilómetro más allá, me atreví a entrar en la urbanización. Había visto en el móvil que, desde allí, aún quedaban unos seis kilómetros hasta mi apartamento y todos ellos eran en zona urbana. Si alguien de los que me buscaba me veía con una mochila, sospecharía. Especialmente a esas horas y en esas zonas vacías de gente. Y allí no tenía donde refugiarme. Caminé por un par de calles hasta que me di de frente con el hotel Plácido holidays. Me quedé allí agazapado hasta que, veinte minutos después vi llegar un taxi con un pasajero que se detuvo frente a la entrada del hotel. Corrí mientras el pasajero pagaba y llegué a tiempo para abrir la puerta e introducirme. Le dije al taxista que me llevara hasta la playa de Benidorm. La probabilidad de que aquel taxista fuera de Torremanzanas era de una entre diez mil. Había decidido que eso era lo menos arriesgado. Era impensable que ese taxista que estaba trabajando en Benidorm estuviera conectado con Torremanzanas. Una vez arrancó le dije que me dejara en la avenida de Berlin, que estaba a unas dos manzanas de mi casa. Todavía había muchos jóvenes de juerga por la zona. En cuanto me dejó y perdí de vista el taxi, salí corriendo hasta mi apartamento. Al girar la última esquina me oculté en un portal. Nadie me había seguido. Anduve los últimos sesenta metros. Apenas se veían un par de grupos de juerguistas a lo lejos. Respiré tranquilo y entré en el portal. Subí hasta el tercer piso y abrí la puerta. Dejé la mochila en el suelo y me dirigí al dormitorio. No quería que María se despertara de pronto y pensara que había entrado un ladrón. Le moví un brazo y la desperté.
-María… Soy yo. Ya he vuelto.
-¿Cómo? –preguntó adormilada.
-Mañana te cuento. Sigue durmiendo.
Me dirigí a la nevera y bebí con verdadera ansia. Me hice un bocadillo y abrí una cerveza. Con ellos en las manos, me dirigí al salón donde comí hasta que sentí el estómago lleno. Estaba agotado, aunque más por los nervios pasados que por la caminata de esa noche, así que me fui a acostar.
Cuando desperté María no estaba en la casa. Supuse que no había querido despertarme y se habría ido a la playa. Me duché, desayuné y con disfraz de turista me fui a cortar el pelo para cambiar mi aspecto en lo posible, aunque las posibilidades de que me reconocieran en la gomorrímica Benidorm eran casi nulas. Cuando María entró por la puerta a la una y media para preparar la comida, me inquirió nada más verme:
-¿Cómo has vuelto tan pronto? ¿Creía que ibas a estar más días por el Camino?
-Hacía mucho calor –mentí- y preferí descansar los últimos días de vacaciones. Esto…, María…, te agradecería que no comentaras por ahí que he estado haciendo el Camino.
-¿Y eso? –preguntó extrañada.
-Es que me da un poco de apuro. Como no he completado la distancia prevista, prefiero evitar las pullas del personal. Y no sé por qué, pero prefiero que la gente no esté al tanto de esta faceta mía.
-Está bien –respondió con extrañeza.
Los días que nos restaron de vacaciones hice vida de turista, sin asomarme por ningún lado que no fueran lugares frecuentados por veraneantes y procuré no ir adonde los españoles eran mayoría. A María no le conté nada y le di vueltas a la posibilidad de enviar un email anónimo a la Guardia Civil desde un cíber, pero no quise arriesgarme a que me localizaran a pesar de todo.
Ya de vuelta en mi ciudad, investigué un poco por internet, y mi sorpresa y alarma fue grande cuando constaté que en Relleu, pueblo a solo trece kilómetros de Torremanzanas, también había una fiesta de “la banyà”, que se celebraba solo una semana antes de la de Torremanzanas. ¿Casualidad o era una celebración igualmente macabra que la que yo había vivido? ¿Habría otras en la zona? Aquello me hizo cavilar mucho y llegué a entrar en un estado conspiranoico. ¿Qué hacer? No podía olvidarme del asunto y dejarlo correr. Aunque había días que pensaba que todo había sido producto de mi imaginación, al final me veía obligado a asumir que aquello sí era real.
Finalmente, se me ocurrió una solución. Escribir un relato y enviarlo con seudónimo a una revista literaria desde un cíber, con lo que sería imposible que me descubrieran. La mayoría de sus lectores pensaría que era fantasía, pero quizás otros no y podría alertarles para que no sufrieran el mismo final que otros turistas e, incluso, a lo mejor ponían en marcha una investigación policial.