Cuando me nombraron directora, justo antes de la guerra, la Escuela Belga de Enfermeras Diplomadas de la ciudad de Bruselas era un ir y venir de alumnas y profesores. Entonces se mezclaban las carreras y risas de las futuras enfermeras, con el ajetreo propio de uno de los centros sanitarios mejor considerados de toda Bélgica. Las aulas, los jardines, el comedor, eran hervideros de vida, con decenas de jóvenes aspirantes ilusionadas y ansiosas por aprender y ser útiles a la sociedad. Los pretendientes de las estudiantes las esperaban a la salida, las tardes de verano, para pasear de la mano por la rivera del Senne o –los más intrépidos- llevarlas al parque Laeken y robarles algún beso. Yo podía verles esperándolas desde la ventana de mi aula, poco antes de las seis, con aquellos ridículos sombreros canotier y sus chaquetas blazer; todos parecían iguales tras la reja de la entrada. Bromeaba entonces con ellas, y les decía que al salir, sólo podrían reconocerlos por los distintos colores de las cintas de grogrén de sus sombreros de paja. Todo era luz y color, brillo y armonía. Ellos cotejaban nerviosos sus relojes de bolsillo, o charlaban expectantes en pequeños grupos, mientras aguardaban a que sonara la campana. A veces ellas me los presentaban; se acercaban respetuosos a saludar e intercambiábamos conversaciones intranscendentes. Un año después, en esa misma reja, a mis alumnas las esperaban aquellos mismos jóvenes, pero ahora transformados. Estáticos y grises, apoyados en los árboles, fumaban con la mirada perdida en un silencio vacío, para llevarlas -sin más preámbulo- a la pensión por horas de la Rue de la Croix de Fer. Ellas, para identificarlos, tendrían ahora que fijarse en los colores del regimiento que portaban en sus guerreras.
Cuando finalmente cayó la ciudad en manos alemanas el 20 de Agosto de 1914, quedaron suspendidas las actividades lectivas, dispersando a mis alumnas por los distintos frentes de batalla, y dejándome a mí a cargo del hospital de la escuela, ahora destinado a albergar prisioneros heridos, volviendo así a reencontrarme con aquellos jóvenes; aunque ahora se me acercan ciegos, mutilados, desfigurados o dementes. Casi siempre me reconocen, pero nunca hablamos de ello. Es algo demasiado doloroso para mencionarlo. Algunos me llegan sin un rasguño, pero con neurosis de guerra; convulsiones tan violentas que los tenemos que amarrar a la cama con correas, para que no se hagan daño; se pasan horas temblando en silencio hasta morir de agotamiento. Sólo se escucha el claqueteo arrítmico de la cama contra la pared o el suelo. Ahora sé que no hay un sólo soldado sin cicatrices. Cuando puedo, ayudo a los que se recuperan a escapar a la zona aliada. Solo tengo que falsificar los certificados de defunción. Mis contactos de la aristocracia hacen el resto, llevándolos al puerto de Amberes para que puedan llegar a Inglaterra. Quizás la muerte de mi amiga Marie haya sido el detonante, lo que me ha hecho tomar partido. Marie Depage, jefa administrativa de la escuela, murió ahogada con otros 1200 civiles en el trasatlántico inglés HMS Lusitania, torpedeado por un submarino alemán el 7 de mayo de 1915.
Desde entonces mi único amigo aquí ha sido el cabo Rammler. El único guardián alemán con el que me relaciono. Ya sé que no debo, pero necesito disipar mi angustia con alguien, y supongo que él también. Pasamos largos ratos charlando y aunque le doblo la edad, hacemos buenas migas. Hablamos en francés, porque su madre es alsaciana. Quiere presentármela cuando termine la guerra. Dice que se la recuerdo. Es demasiado joven para entender que las guerras no terminan nunca, y que tras una, jamás vuelven las cosas a ser igual. Antes me traía medicinas y material médico que robaba de la intendencia alemana. Pero le han cambiado de destino y ahora está de centinela en la prisión de Saint-Gilles, aunque sigue visitándome cuando tiene oportunidad.
Cada vez me siento más sola y deprimida. Debería dejarlo todo y volver a casa, pero hay demasiadas personas que dependen de mí. Cada vez me traen más heridos y cada vez hay menos medicamentos. No puedo dejarlos solos. Esta noche el hospital está en silencio. Ese silencio absoluto que precede a la muerte. Se oyen respiraciones entrecortadas y quejidos sordos. Algunos no llegarán al alba. No queda morfina, ni vendas. Huele a gangrena y orines. Y a olvido, que es lo peor. Los más bravos se aferran a la vida, con un nombre de mujer en la boca, maldiciendo haberse cruzado en el camino caprichoso de una bala. Recorro la sala, errante y cansada, con una losa de frustración e impotencia. Sufren y no puedo hacer nada; tan solo coger sus manos, escribir las cartas que me dictan para sus madres o novias, o simplemente escuchar los recuerdos nostálgicos de un hogar lejano y un pasado feliz, diluidos en lágrimas y rabia contenida…a veces la sensación es tan insoportable que necesito evadirme pensando en mi hogar… Me gustaría estar ahora mismo en el prado que hay junto a mi casa de campo de Swardeston, en la Inglaterra que me vio nacer. En verano rebosa de manzanillas…parece nevado. Me tendería como lo hacía de pequeña…para que se me quedara impregnado aquel olor en toda la ropa. Me gustaba tanto, que después no quería bañarme al llegar a casa…
--------------------
“Diario de campaña del Capitán Von Cornberg, jefe de la guarnición de la prisión militar de Saint-Gilles. Bruselas.
Esta mañana, a las 7 horas, y bajo los cargos de espionaje y alta traición, y siendo declarada culpable de la fuga de al menos 200 prisioneros ingleses, franceses y belgas, ha sido ejecutada en el polígono de tiro de Schaerbeek, la directora de La Escuela Belga de Enfermeras Diplomadas, señora Edith Cavell, de cincuenta años de edad y nacionalidad británica, ante el pelotón de fusilamiento de retén de ésta guarnición, habiendo recibido el tiro de gracia por el oficial que suscribe, como establecen las ordenanzas militares, al encontrarse aún con vida después de la tanda de descargas. En el mismo acto, también ha sido ejecutado por indisciplina el cabo Jacob Rammler, perteneciente al Regimiento de Infantería de Hannover Nr. 74, que prestaba sus servicios en éste destacamento, al negarse a formar parte del piquete de fusilamiento de la señora Cavell.
Ambos cuerpos han sido enterrados en tumbas contiguas, en el cementerio de la prisión de Saint-Gilles.
Bruselas, 12 de Octubre de 1915