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ISSN 1989-4163

NUMERO 74 - VERANO 2016

De Filosa Raíz. A Vuelo de Pájaro por algunos Momentos de la Poesía Nicaragüense

Edgard Cardoza

 

     

Hasta la segunda mitad del siglo XIX (lapso en que nace Rubén Darío), la literatura hispanoamericana, aún en los casos de sus mejores exponentes, había únicamente respondido a las modas, modos, gustos y tendencias europeas, españolas sobre todo. Antes de Darío, nuestros escritores habían conformado sus obras casi sin preocuparse de ofrecer variantes de originalidad, según los modelos de su preferencia: Lope de Vega, Góngora, San Juan de la Cruz, por mencionar algunos de los autores más imitados.

   Juan Ruíz de Alarcón (1580 – 1639), nace en México, pero a los veinte años emigra a España para convertirse en un autor español más. Sor Juana Inés de la Cruz (1651 – 1695), incursiona en forma magistral en todas las corrientes literarias practicadas en su época (tradicionales, barrocas, populares, cultas y vulgares), sin que tal reconocimiento implique ningún ánimo de trascender sus modelos, o cuando menos de sugerir nuevas rutas a la influencia asumida. El venezolano Andrés Bello (1781 – 1865), es quien debiera tomarse como el antecedente más claro de la gestión liberadora de Rubén Darío (1867 – 1916) con respecto a las letras europeas. En el año 1823, Bello publica en su Biblioteca Americana una “Alocución de la poesía”, que según él formaría parte de un texto mayor que nunca se cumplió, cuya intención primordial sería iniciar un proceso en el que la poesía de América abandonara de una vez por todas las cortes europeas y se asentara sin complejos en nuestros nacientes países.

   La acción liberadora de Darío para con la literatura de Hispanoamérica es avalada por los principales especialistas del tema. Según Jorge Luis Borges, por ejemplo, “todo lo renovó Darío: la materia, el vocabulario, la métrica, la magia peculiar de ciertas palabras, la sensibilidad del poeta y la de sus lectores”. En Cuadrivio, la opinión de Octavio Paz sobre Darío va más o menos en el mismo sentido. Pero si para Hispanoamérica Darío es quien le da a la literatura una voz propia, a Nicaragua, su país, apenas delineado social y políticamente, le concede además una identidad, una clara idea de nación.

   Rubén Darío fue un poeta precoz. A los 14 años ya publica en los diarios nacionales y su fama de niño prodigio es conocida en todo el país. A esa edad es enviado por sus familiares de urgencia a El Salvador, por gestiones de amigos, para librarlo de un matrimonio prematuro con una actriz de circo rodante. Allí conoce a Francisco Gavidia, importantísimo en el desarrollo posterior de su carrera poética, pues es quien lo inicia o le ayuda a ampliar sus conocimientos de la literatura francesa.

   Su primer libro, Epístolas y Poemas, aparece en Managua en 1885, cuando apenas tiene 18 años. Según los críticos, los escritores que más influyeron en su obra inicial fueron los españoles Garcilaso de la Vega, Fray Luis de León, Lope de Vega, San Juan de la Cruz, Góngora, Béquer y Campoamor. Hasta este punto, Darío no ha revolucionado nada. Es tan sólo un talento precoz siguiendo huellas ya trazadas. Durante los dos años siguientes y en la misma tesitura de corresponder a sus autores ejemplares, Darío publica otros tres libros. Es hasta 1888, con Azul (libro en donde conviven armónicamente prosa y poesía), cuando empieza a hacerse notar la solvencia lírica que en adelante lo caracterizaría y que representa su primer gran aporte hacia la fundación de la auténtica manera hispanoamericana de hacer literatura. Con Azul ha llegado también “el modernismo”.

   Hoy aún se sigue discutiendo acerca de la paternidad del movimiento modernista. Según ciertos estudiosos del tema, sus orígenes datan del año 1876, cuando coinciden en México el joven exiliado cubano José Martí y el aún adolescente nacional Manuel Gutiérrez Nájera. Otros le adjudican al mismo Martí, en 1882, la iniciación del movimiento con las Cartas desde Nueva York  y el Ismaelillo. Y Darío se refiere en múltiples ocasiones, con respecto al modernismo, como el movimiento de libertad que a él le tocó iniciar en América. De tal controversia, lo único claro es que Darío es el poeta central del modernismo y Martí su principal prosista.

   En 1896 aparecen en Buenos Aires, Los Raros (prosa) y Prosas Profanas (poesía). En Los Raros, Darío concentra de alguna manera su visión modernista en relación a sus fuentes directas: Baudelaire, Leconte de L’isle, Villiers de L’isle-Adam, Poe, Martí (el único de lengua castellana), Rimbaud, Mallarmé, Lautréamont. Prosas Profanas representa la consolidación del modernismo. En búsqueda de la perfección, los poemas de este libro llegan hasta los límites de lo hermético. Las fronteras se han ampliado de lo puramente perceptivo a un interés más crítico, que abarca lo pictórico, lo escultórico, lo moderno, lo universal, lo íntimo, el más allá, la religión, la vida, la muerte, y por sobre todo, la figura del poeta y el acto de creación.   

   El gran libro de madurez en la obra dariana es Cantos de Vida y Esperanza, publicado en Madrid en 1905. Con este libro, a los 38 años, el poeta considera ya cumplido el círculo importante de su obra y quizá hasta presienta próximo su fin (que ocurrirá 11 años después), pues afirma que contiene “las esencias y sabias de su otoño”. Cantos de Vida y Esperanza es un recuento maduro de los motivos que más le han marcado. Regresa a los temas y personajes de su Nicaragua natal y hasta invade –con poemas como la Oda a Roosevelt— los terrenos de la crítica social. Años más tarde, esta última línea constituirá uno de los principales veneros de poetas como Pablo Antonio Cuadra, Ernesto Cardenal, Joaquín Pasos, y de todos los poetas militantes agrupados, primero en torno de la gesta de Sandino, y después en la revolución nicaragüense que culmina en 1979 con la derrota del régimen somocista. Pero a pesar de haber dejado hijos modernistas diseminados por toda Hispanoamérica y hasta en la misma España, en su terruño no hubo un nutrido grupo de seguidores que promoviera su legado.

   En 1926 (10 años después de la muerte de Darío) los norteamericanos invaden Nicaragua. Dicha intervención se prolonga hasta 1933. Tal hecho genera la proliferación de temas nacionales y nacionalistas en el espacio de la escritura, además de una posición de culto a lo inmediato que conducirá durante los años de “la vanguardia” a la descalificación del modernismo. A este primer grupo político-poético (si el término vale) pertenecen Azarías Pallais (1884 – 1954), Alfonso Cortés (1893 – 1969), José T. Olivares (1880 – 1942), Rafael Montiel (1887 – 1973), y Salomón de la Selva (1893 – 1959), que aunque permanecía casi siempre fuera de Nicaragua si participa de las posiciones patrióticas y antiimperialistas del resto del grupo. Es durante ese período (1926 – 1933) en que ocurre la gesta del llamado “General de Hombres Libres”, Augusto César Sandino, contra la intervención norteamericana; y en relación a la literatura nace un movimiento que tendrá repercusión hasta nuestros días: la llamada “Vanguardia Nicaragüense”.

   El poeta Salomón de la Selva es quien en cierta forma llega a ocupar el espacio dejado vacante por Darío. Su cosmopolitismo, vastísima cultura y su tino al llevar lo político a la poesía sin demeritarla, lo hacen alguien de excepción. Ciertamente, De la Selva no alcanzó nunca la perfección formal y musical de los versos de Darío, pero dotó a la poesía nicaragüense de un ingrediente que aparece quizá tímidamente en el trabajo dariano: la fuerza vital. La poesía de Salomón de la Selva pretende ser intérprete de la prosa del mundo y por ello está más cerca del hombre, es más humana. Darío recrea en su literatura personajes, imágenes y símbolos de la cultura grecolatina (“Sólo Darío, Darío únicamente, / renueva las latinas glorias ecuménicas… / Sólo él es augusto… / Orfeo redivivo”, infiere Salomón). En un movimiento opuesto, De la Selva baja de sus nichos a algunos de sus autores más representativos (Píndaro, Horacio…) y los lleva  a las calles del mundo a aprender de la vida a ras de hombre. Injustamente ignorado por la crítica y los antologadores internacionales, Salomón de la Selva es junto a Darío la otra gran torre iluminante de la poesía nicaragüense.

   El denominado “movimiento de vanguardia nicaragüense” surge de la clase pudiente y es fundamentado ideológicamente por lo más reaccionario del pensamiento europeo, norteamericano y nicaragüense. Los abanderados de este movimiento fueron: Luis Alberto Cabrales (1901 – 1974), José Coronel Urtecho (1906 - 1994), Pablo Antonio Cuadra (1912 - 2002), Manolo Cuadra (1907 – 1957), y Joaquín Pasos (1914 – 1947). Aunque más tarde rectificarían su proceder, todos ellos apoyaron inicialmente, en lo local a Anastasio Somoza García, y en lo internacional son partidarios del gobierno fascista de Francisco Franco.

   Es innegable el hecho de que la incursión política de estos personajes fue fallida, pero también es cierto que sus experimentaciones, irreverencias, y el buceo apasionado en aguas a veces turbulentas, descubrieron alternativas de creación que aún hoy siguen nutriendo a la poesía y hasta a la política nicaragüense. Manolo Cuadra, primero combate  Contra Sandino en la Montaña (título de uno de sus libros) como soldado del ejército de Somoza García, pero después se integra al Partido Trabajador Nicaragüense que se convertirá más tarde en el Partido Socialista. Cuadra es quien además firma las primeras prosas de la izquierda nicaragüense. Joaquín Pasos es el autor, entre otros escritos, del que es quizá el más alto poema nicaragüense de todas las épocas, Canto de Guerra de las Cosas. José Coronel Urtecho (el verdadero jefe de la vanguardia) es quien da el tiro de gracia al modernismo con su Oda a Rubén Darío (“En fin Rubén, / paisano inevitable, te saludo / con mi bombín / que se comieron los ratones en / mil novecientos veinte y cin- / co. Amén”).  Coronel Urtecho también descubre y traduce para las nuevas generaciones a los más influyentes poetas de lengua inglesa: Williams, Cummings, Pound, Olson, Blake Eliot, entre otros.

   Esos comportamientos tan contradictorios de los poetas vanguardistas confirman lo señalado por Pablo Antonio Cuadra, en el sentido de que “uno de los principales rasgos que identifican al nicaragüense es que es siempre otro que no es el que en verdad es”. Ese doble yo, lo sustenta Cuadra en algunos ídolos prehispánicos de doble cabeza de la cultura Chorotega. La misma debe ser la causa por la que desde Darío, la frase “yo es otro” de Arthur Rimbaud haya adquirido tanto peso entre los poetas nicaragüenses. Los vanguardistas, aquellos que en sus inicios patearon las partes nobles de Darío y casi agasajaron al fundador de la dinastía Somoza, paradójicamente desembocan en el grupo conformado por Ernesto Mejía Sánchez (1923 – 1985), Carlos Martínez Rivas (1924 - 1998) y Ernesto Cardenal (1925), denominado Generación del Cuarenta, que contribuirá ideológicamente y de manera definitoria en la revolución que en 1979 arroja del poder al hijo del asesino de Sandino, Anastasio Somoza Debayle.

   De la Generación del Cuarenta, destaca muy especialmente Ernesto Cardenal, quien constituye (junto a Darío y Salomón de la Selva) el tercer gran elemento del cuerpo medular de la poesía del país de lagos y volcanes. Cardenal es una rara mezcla de místico, poeta y luchador social: sacerdote de vocación tardía (ingresa al monasterio trapense de Gethsemany a los 32 años), trata de conciliar en una misma práctica creativa, el amor humano, el amor divino, la crítica social,  el respeto a la naturaleza y su propensión contemplativa. Su poesía, profundamente humana,  aspira al amor con mayúsculas y pretende no sólo ir de Nicaragua al mundo, sino de Nicaragua al universo al encuentro de un Dios igualitario que elimine barreras y prejuicios entre los hombres. Cardenal ha intentado hacer de la poesía, más que ejercicio de escritura, un ejemplo de vida compartida con otros, un integrado e integral sistema cuyas coordenadas sean la verdad, la pureza, la humildad y el amor. “La sustancia no falsificada de nuestro ser es amor. Somos ontológicamente amor”, escribe Cardenal; para luego concluir: “el yo del poeta es un nosotros universal”. Este mensaje tan abarcador no logra ser constreñido por las estrechas dimensiones de un libro y salta a lo cotidiano a convertirse en vida en movimiento.

   Al dejar la trapa se dirije de inmediato a agregar vida pensante al archipiélago lacustre de Solentiname. En palabras de Pablo Antonio Cuadra: “Allí Ernesto vive descalzo y barbado, vestido con el traje del campesino, trabajando artesanías, haciendo esculturas, escribiendo poemas, leyendo, predicando, llevando los sacramentos, ayudando al pueblo o escribiendo para los diarios de la capital cartas iracundas contra los abusos del poder o contra las claudicaciones de su propia iglesia”. Muy pronto el archipiélago le queda pequeño y Cardenal va a Nicaragua entera a proponer su poesía salvífica, y Nicaragua lo comprime y Cardenal va al mundo. Todo es poesía, dice Cardenal. El poema no es sólo lo escrito en un papel sino el hombre todo, viviendo con pasión y con verdad la tierra.

   La poesía de Ernesto Cardenal tiene varias vertientes: los poemas de recreación de la naturaleza, los poemas collage (que combinan impresiones personales del mundo junto a anuncios publicitarios, notas periodísticas, testimonios de vida y voces de otros poetas), los poemas preocupados por el pasado indígena de América, y el epigrama, que en él se convierte en concentrado mensaje de amor humano y a la vez bomba incendiaria contra el capitalismo.

   El discurso poético posterior a la “Generación del Cuarenta” (Generaciones del Cincuenta  y Sesenta, Generación Traicionada, Estandarte de Bandoleros) fluctúa entre los linderos de Salomón de la Selva y Ernesto Cardenal. Se caracteriza por el uso de un lenguaje imbuido de gran fuerza vital, certero, desprovisto de regodeos. La expresión de tales poetas fue templada en el plomo de los años finales de la dictadura somocista. Los nombres más visibles del numeroso grupo son Fanor Téllez, Francisco de Asís Fernández, Alejandro Bravo, Edwin Yllescas y Álvaro Urtecho; además de un sólido y también combativo bloque de mujeres: Vidaluz Meneses, Michele Najlis, Gioconda Belli, Daisy Zamora y Rosario Murillo. Por su implacable contundencia verbal y por no formar parte de ninguna capilla, destacaría sobre todas y todos los miembros de este grupo, al poeta Fanor Tellez.

   Si abrimos la panorámica, notaremos por otro lado que la gran mayoría de los más jóvenes poetas nicaragüenses se sienten regidos por la guía monolítica de Ernesto Cardenal, tal vez porque algunos de ellos nacieron del intento de masificación de la poesía promovido por el propio sacerdote-poeta durante su gestión como Ministro de Cultura del régimen sandinista, y cuyo manual de prácticas era el método Cardenal de hacer poesía: el uso de las características propias de la conversación cotidiana como sustento verbal y de la denuncia como materia prima del poema.

   Continúa aún en trámite de demostración aquella hipótesis lanzada hace muchos años por el poeta y humorista Gonzalo Rivas Novoa, en el sentido de que “en Nicaragua, es poeta el barbero, / el médico, el loco, el pastor y el cura, / el que se cree poeta por tener dinero / y el que escribe versos, tan sólo por pura / vagancia… Excelente: por pura vagancia”. 



 

 

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